en el colegio. Si esto produce afecto, añadió el presidente, tanto mejor; y de lo contrario, al espirar el término fatal, el compañero designado huirá.
Procedióse solemnemente al sorteo. Nuestros nombres, excepto los de los alumnos de la última clase, fueron escritos en papeles y éstos echados en un sombrero. Algunos querian eliminar el de nuestro presidente, el más antiguo de la escuela, jóven de 17 años, y próximo á salir, y dispuesto á padecer al frente de nosotros toda el hambre del mundo; pero se negó valientemente, despreciando la indicacion como un insulto y puso su nombre en el sombrero. Todos le imitamos. Se convino en que el primer papel que cayese al suelo, despues de agitar el sombrero, zanjaria el asunto. Dos revolotearon por el aire, pero uno de ellos no se contó, por haber caido sobre la manga del alumno que agitaba el sombrero; el otro cayó al suelo y nadie se levantaba á cogerlo: parecia que todos habian aguardado á aquel momento para calcular las consecuencias de la escapatoria.
Confieso que sentí una emocion grandísima cuando Rogers se bajó á coger el papel, pero de seguida se me agolpó toda la sangre á la cabeza cuando oí que leía pesadamente: Carlos Stuart Trelacony.
—No lo tomeis á broma, exclamó riéndose. Espero que no os acobardareis. Escri-