Entonces ví á la débil luz de una bujía á una joven de quince años, vestida con un ámplio traje blanco, única ropa que en la apariencia llevaba, enseñando sus torneados brazos hasta el codo por las anchas mangas, con los negros cabellos encerrados en una redecilla blanca y con los piés descalzos. A pesar de mi desfallecimiento, me quedé admirado. ¿Es eso una mujer? me pregunté al verla tan hermosa, interrogando con la mirada al anciano judío: aquel sér parecía más del cielo que de la tierra.
—Zell, sirve la cena, dijo el viejo.
Aquella noche pasó para mí como en ensueños mágicos. El cansancio y la debilidad de estómago me impedían comer. Alucinado creí estar á la mesa con la reina de las hadas y el viejo judío que le contaba una historia de seis peniques. A lo último la reina de las hadas dijo:
—Pobrecito: será preciso acostarle, y sin más cumplimiento me acostó ella misma en una cama improvisada sobre el suelo. Ví tan cerca de mí el lindo y blanco pié de la hada, que de buena gana lo hubiera besado, pero me rindió el sueño.
Cuando me desperté, Zell y su abuelo acababan de almorzar. El contraste de ella y el de él á la luz de dia, era mayor que por la noche; ella se me apareció más espléndida y arrebatadora en toda la belleza del tipo judío. El amor, si es posible en un niño de