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Acta de Pío XI

«Tengo compasión de este pueblo»[1]. Pero más deplorable aun es la raíz de la que derivan estas cosas, porque, si lo que afirma el Espíritu Santo por boca de San Pablo, «la ambición es la raíz de todos los males»[2], siempre es verdad, parece especialmente aplicable a la actual situación. ¿Y, no es acaso, esta ambición de los bienes terrenales la que el Poeta pagano[a] llamó ya con justo desdén «la execrable sed de oro»; no es, acaso, aquel sórdido egoísmo, que con mucha frecuencia preside las mutuas relaciones individuales y sociales; no es, en fin, la ambición, cualquiera sea su especie y forma, la que ha arrastrado al mundo a los extremos que todos vemos y deploramos? En efecto, de la ambición proviene la mutua desconfianza, que dificulta todo comercio humano; de la ambición, la detestable envidia, que hace considerar como daño propio el provecho de los demás; de la ambición, el individualismo abyecto que todo lo ordena y subordina al propio provecho sin cuidarse de los demás y, más aun, conculca cruelmente todos sus derechos. De ahí el desorden y el injusto desequilibrio por el que las riquezas de las naciones se ven acumuladas en las manos de unos muy pocos favorecidos que regulan a su antojo el mercado mundial, y esto con daño inmenso de las muchedumbres, como ya lo hemos manifestado el pasado año en la Encíclica Quadragesimo anno[b].

Porque, abusando del legítimo amor a la patria y llevando a la exageración aquel sentimiento de justo nacionalismo, que el legítimo orden de la caridad cristiana no sólo no desaprueba sino que regulándolo, lo santifica y le da vida; este mismo egoísmo al insinuarse en las relaciones entre los pueblos, no hay exceso que no parezca justificado, y lo que entre los individuos sería por todos juzgado reprobable, cuando es ejecutado en nombre de tan exagerado nacionalismo, se considera lícito y digno de encomio. De este modo, la divina ley del amor y de la fraternidad humana, que abraza a todos los individuos y a todos los pueblos enlazándolos en una sola familia con un solo Padre que está en los cielos, es sustituida por un inevitable y pernicioso odio.

  1. Mc 8,2,
  2. 1 Tm 6,10.
  1. El poeta al que se cita es Virgilio, Eneida cap. III, 57.
  2. Quadragesimo Anno fue datada por Pío XI el 15 de mayo de 1931.