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monjas que veían en el ateismo de mi padre -— él se negó a autorizar lo que llamaba ““pamplinas'? — la explicación de mi con- ducta descarriada. Había que salvar a toda costa mi alma de las garras del diablo, ha- bía que colocarme prestamente bajo el ala protectora de la virgen María.

Y comenzó mi entrenamiento religioso, largos ayunos y fatigantes rezos, matinales, vespertinos, nocturnos, y de cuya monoto- nía me zafaba en la misa, gracias al murmu- llo incoherente que hacía brotar de mis la- bios, mientras mi imaginación se solazaba, y mis ojos, en el brillo deslumbrante de los cálices, de los candelabros y de las decora- ciones auríferas de los altares y el techo.

Pero en el fondo mi corazón de niña era tierno y angélico. Los ejemplos de límpida virtud que edificaran la vida de los santos, y de los que se me daba diaria enseñanza, alzaban mi espíritu hacia lo alto, donde a través de parábolas, de rezos y de sistemá- tica doctrina, empecé a distinguir la bien- aventurada morada de Dios.

Me confesé, y por primera vez no mentí al confesarme.

El día ocho de Diciembre fué el elegido para que tomase mi primera comunión. En