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paredándome. ¡Un desconocido! Vamos así, aparejados, uno al lado del otro, largo trecho. Por fin hablo, lacónica, aceptando la invita- ción.

El auto rueda, por barrios sombríos de ár- bales, como una piedra por un acantilado. Ten- go la sensación de que me hundo, tal vez para siempre y una congoja inmensa, por encima del vértigo, me sube a la garganta, quién sabe de dónde. No sé cómo es su rostro en este instante, no sé cómo miran sus ojos, no sé cuál es su impulso compasivo, sólo sé que mi llan- to, tan triste, tiene la comprensión de su si- lencio, respetuoso y humano.

Me ha confortado el alma esta actitud digna de hombre. Desciendo al fin. Sus labios no han ultrajado mi rostro; su mano ha estrechado la mía, cordialmente; hasta su pródigo ade- mán ha amparado noble y pudoroso mi mise- ria. Aquí descansan, en el fondo de mi carte- ra, dos billetes de cien pesos, no comerciados, y la tarjeta con el número de su teléfono.

Pera no he de llamarlo nunca. Otro será el que venga y compre.

Su gesto quede, luminoso y amplio, como una condecoración sobre mi pecho.