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cap.
darwin: viaje del «beagle»

trasta con el extenso mar de tierras que, tendiéndose en torno de ella, no sólo llega hasta el pie mismo de sus laderas, casi verticales, sino que separa las sierras paralelas. La uniformidad del color da una extremada monotonía al paisaje, pues el gris blanquecino de las rocas de cuarzo y el pardo suave de la agostada hierba del llano lo dominan todo, sin una sola nota brillante. Por la costumbre adquirida, se espera ver siempre en los alrededores de una montaña alta y escarpada un terreno quebrado, cubierto de enormes fragmentos. Aquí la Naturaleza muestra que el último movimiento, antes que el lecho del mar se trocase en el seco país, pudo realizarse con tranquilidad. En estas circunstancias es curioso observar que se encuentran varios guijarros emparentados con la roca madre. En las playas de Bahía Blanca, y cerca del poblado, había algunos de cuarzo, que seguramente proceden de esta fuente; la distancia es de 72 kilómetros.

El rocío, que durante la primera parte de la noche humedeció las monturas mientras dormía abrigado con ellas, se heló al venir la mañana. Aunque la llanura parecía continuar siendo perfectamente horizontal se había elevado insensiblemente a una altura de 250 a 300 metros sobre el nivel del mar.

A la mañana siguiente (9 de septiembre) el guía me invitó a subir al macizo más próximo, que, según él se figuraba, había de conducirme a los cuatro picos que coronan la cima. La operación de trepar por rocas tan escarpadas fué fatigosísima; las laderas presentaban tales desigualdades que el terreno ganado en cinco minutos se perdía en los siguientes. Al fin, cuando llegué a la cumbre de la montaña mi desencanto fué extremo al hallar un valle de laderas espinadas tan hondo como la llanura, el cual cortaba la cadena transversalmente en dos y me separaba de las cuatro puntas. Dicho valle es muy an-