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banda oriental y patagonia

con el terror y espanto de verse así atado por medio del cuerpo, se echa a tierra y da incesantes revolcones, sin querer levantarse hasta que se le obliga a palos. Al fin, cuando está ensillado, el pobre animal apenas puede respirar de espanto, y está blanco de espuma y sudor. El hombre se dispone ahora a montar, oprimiendo pesadamente el estribo, de modo que el caballo no pierde el equilibrio, y en el momento de echar la pierna sobre el lomo del animal tira del nudo corredizo que sujeta las patas delanteras, y el caballo queda libre. Algunos domadores quitan esa traba estando el animal derribado, y, poniéndose sobre la silla, le permiten levantarse debajo de ellos. El caballo, loco de terror, da algunos saltos violentísimos, y luego parte a todo galope; cuando se ha fatigado hasta agotar sus fuerzas, el hombre, con paciencia, le trae de nuevo al corral, donde se le suelta envuelto en un vaho de cálido sudor y medio muerto. Cuando los potros no quieren galopar y se obstinan en echarse en tierra, la doma es mucho más penosa. El procedimiento descrito es terriblemente duro, pero a las dos o tres pruebas el caballo queda domado. Sin embargo, hasta después de algunas semanas no se le monta con bocado de hierro y barboquejo sólido, porque tiene que aprender a asociar la voluntad del jinete con la sensación de la rienda antes de que el más poderoso freno pueda serle de algún servicio.

Los animales son tan abundantes en estas regiones, que no suelen andar muy unidos la humanidad y el interés propio; y, por tanto, recelo que el primero de esos sentimientos apenas sea conocido aquí. Un día, cabalgando en las Pampas con un estanciero muy respetable, mi caballo estaba tan cansado, que se rezagaba. El hombre me instaba a menudo para que lo espolease. Cuando le advertí que daba lástima porque el caballo estaba enteramente exhausto, dijo: «¿Por qué no? No importa, aguíjele, es mi caballo». Cuando