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cap.
darwin: viaje del «beagle»

Davies y Clarke, y cerca de ellas están las chocas de los trabajadores del país. En una ladera contigua se veían trigos y cebadas en plena granazón, que auguraban una excelente cosecha, y en otra parte había extensiones de patatas y trébol. Me es imposible describir todo lo que vi: grandes terrenos de regadío, dedicados a huertas, contenían todas las frutas y hortalizas que Inglaterra produce, y además muchas otras de climas cálidos. Puedo citar los espárragos, fríjoles, cohombros, ruibarbo, manzanas, peras, higos, melocotones, albaricoques, uvas, aceitunas, grosella, lúpulo, árgomas para cercas y robles, junto con muchas clases de flores. En torno a la granja se alzaban los establos, y cerca de ellos se tendía la era para la trilla de los cereales, con su máquina aventadora, una fragua, y en el suelo varios arados y otros aperos; en un amplio corral, provisto de cobertizos y pocilgas, yacían descansando, en pacífica y feliz mezcolanza, cerdos y gallinas, como en todas las alquerías de Inglaterra. A la distancia de unos centenares de yardas se había construído una presa que recogía el agua de un arroyo, y allí había un espacioso e importante molino.

Todo esto es en extremo admirable, si se considera que hace cinco años no prosperaba aquí mas que el helecho. Los diversos oficios enseñados por los misioneros habían operado este cambio; el ejemplo del misionero es la varita mágica. Los naturales habían levantado los edificios, construído las puertas y ventanas, arado los campos e injertado los árboles. En el molino había un neozelandés cubierto del blanco polvo de la harina, como sus colegas los molineros ingleses. Cuando contemplé la escena en su conjunto me pareció admirable. No sólo trajo a mi memoria el recuerdo vivo de Inglaterra, sino que, al anochecer, los ruidos domésticos, los campos, las mieses y la campiña desigual, salpicada de árboles, halagaron mi vanidad nacional por la obra de mis compatriotas, y a la vez