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carlos r. darwin.

aquel. La prudencia, cuando no la dicta el bien ajeno, aunque es una virtud muy útil, nunca ha sido muy considerada. Como ningun hombre puede practicar las virtudes necesarias para el bienestar de su tribu, sin sacrificarse, sin dominarse á sí mismo y sin tener paciencia, todas estas cualidades han sido principal y justamente apreciadas en todas épocas. No podemos dejar de admirar al salvaje americano que se somete voluntariamente, sin exhalar un grito, á las torturas más horribles, para probar y aumentar su fuerza de alma y su valor, lo propio que al fakir de la India que, con un insensato fin religioso, se balancea suspendido en un hierro corvo, cuya punta atraviesa sus músculos.

Las demás virtudes individuales que no afectan de una manera aparente (aunque en realidad pueda suceder así) al bienestar de la tribu, no han sido jamás apreciadas por los salvajes, por más que en la actualidad lo sean en alto grado por las naciones civilizadas. Para los salvajes no es una cosa vergonzosa la intemperancia más excesiva. Sus costumbres son licenciosas y obscenas hasta un extremo repugnante. Pero tan pronto como el matrimonio, polígamo ó monógamo, se propaga, los celos desarrollan la virtud femenina, que, honrada por todos, tiende á propagarse entre las doncellas. Aun hoy podemos ver cuán poco comun es la castidad en el sexo masculino. Esta virtud exige mucha fuerza de voluntad para dominarse á sí mismo, y tanto es así, que desde época muy remota ha sido honrada en la historia moral del hombre civilizado. Como consecuencia extremada de este hecho, tambien desde una remota antigüedad se ha considerado como una virtud la práctica del celibato. Tan natural nos parece la repugnancia con que se vé la obscenidad, que llegamos á creerla innata, lo cual, no obstante, esta base