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anotó en seguida en el libro, y yo proseguí escribiendo en el mio. Porque yo escribía tambien; pero no en el libro Mayor, ni en ninguno de los de cuentas, sino en un viejo volúmen encuadernado en pergamino y con un papel moreno muy á propósito para borradores. Y lo que yo escribía eran versos.

Antes de entregar la peseta ó dos pesetas, valor del porte del paquete, el escribiente preguntó, como era de rigor, al consignatario:

— ¿Me quiere usted decir su nombre para anotarlo en el recibo?

— ¿Mi nombre? ¡ah! sí; perdone usted; estaba distraído: Eulogio Florentino Sanz.

Y en seguida añadió volviéndose á su acompañante:

— Parecen versos lo que está escribiendo ese muchacho.

Aquel nombre y estas palabras fueron para mí una revelación.

— Caballero, me atreví á balbucear, son, en efecto, renglones cortos que aspiran á ser versos.

Entonces el autor de Don Francisco de Quevedo, que acababa de estrenarse, por