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Creo de buena fe que el anciano no me guardaba rencor por esta broma, pero confieso que muchas veces al acordarme del epígrama he sentido algo parecido al remordimiento. Hoy ya pueden contarse estas cosas; los que duermen la perpetua siesta no han de incomodarse por una chanza más ó menos.

Este período de poesía doméstica, por decirlo así, duró para mí muchos años. Oid ahora como se verificó mi aparición en la escena pública.

Hay en la calle del Correo una tienda de dos puertas, que hasta hace poco era despacho de diligencias y trasportes. En ese despacho, y encargado de la contabilidad, pasaba yo mi vida en los primeros meses de 1848. Una tarde, como todas, me hallaba sentado detrás de la barandilla del escritorio, mientras otro empleado anotaba los viajeros y encargos que llegaban, cuando dos individuos de buen aspecto, pero no de lujosa apariencia, vinieron á interrumpir mi ocupación. El objeto que les traia era consignar para Salamanca, si no me engaño, un pequeño paquetito. El dependiente lo