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Es imposible describir el asombro de la Marquesa al oir estas palabras.

—¡No puede ser! exclamó.

—No sé porqué, repuso la reveladora.

— No le creo.

—Pues no lo creas; el creer pende de la voluntad.....

1 —¡Si nada he notado!.....

—Eso es lo que yo te decia.

—¿En qué ha pensado esa niña?

—En lo que piensan los que se enamoran.

—¡Sería una insensatez!

—Razon más para que lo hiciese.

—No lo creo... y no lo creo!...

—Pues ¿qué me dirás si te digo que yo, yo, yo misma los he visto hablando por la reja?

La Marquesa se puso ambas manos en la cabeza.

En seguida se levantó, aprestó precipitadamente unos avíos de escribir algo desparejados, y empezó una carta á su hermana, mientras decia entre cortadas frases: —Eufrasia, hija mia, por Dios, calla esto—que no se trasluzca que yo lo sé—hasta que diga mi hermana lo que se ha de hacer—¡qué pluma!—¡qué nina!—Hermana, no es culpa mia—¿A qué hora sale el correo?—¡Ay qué niña! ¡qué niña!—Yo me voy á volver loca. A cuántos estamos?—¿Quién se vió nunca en semejantes apuros?

—Escribe, escribe, murmuraba entretanto Doña