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quién de nosotros, caso que no lo tenga, no se le puede dar? ¿A cuál no se le tiene, por ventura, la vejez guardado como una de sus muchas finecitas?

— Si aquel pisaverde con botas de charol, con sus afectadas frases francesas; si aquella elegante, la ciendo en su languida persona todas las exageraciones de la moda, se metiesen como la loruga en un capullo para resucitar mariposas al cabo de algun tiempo ¿acaso no se ballarian que al révés de esta se encapullaron mariposas, para resucitar orugas? Es decir, que solo la ligera influencia y la menospreciable importancia de la moda les condenaria entre la falange, su esclava, al mas portentoso ridículo. Casi todos los hombres sábios y notables han tenido ridículos de marca mayor; y al gran Voltaire mismo, ese tipo del hurlador y del satírico, ¿no le hicieron pasar los pajes traviesos del Rey de Prusia por un mono vestido, regresando ese maligno francés, uno de los inventores del Vaudeville, furioso contra los calmosos y graves alemanes, que se emancipaban hasta el punto de dar al gran preste y repartidor de redículos una muestra de la ley del talion?

Seamos tolerantes con los ridículos ajenos, pues el mote que puso ese mismo Voltaire al pie de una estátua del amor, se puede aplicar al ridículo: «cualesquiera que seas, hé aquí tu amo; lo fué, lo es ó lo será. No influye un ridículo en el valor intrínseco de las personas, ni nos debe movér á menosprecio, siem-