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—Pero, Clemencia,—preguntó Sir George, frio á toda la misericordia, dulzura y uncion de las palabras de Clemencia,—¿de qué goces religiosos hablais?

¿De los ascéticos de los iluminados, de los que hallan en los cilicios y penitencias los católicos, ó de los del paraiso de Mahoma? Si sois vos la Hurí que promete en su paraiso, me inclinó á la religion del Alcorán.

—Sir George, respetad la gravedad ajena con el silencio, ó combatid sus argumentos con igual espíritu y arinas como leal.

—Quereis, Clemencia, repuso en tono cariñoso y festivo Sir George, despues de hacerme vuestro admirador, vuestro apasionado y vuestro esclavo, hacerme vuestro prosélito?

—No lo he intentado, Sir George; lo que decia era parte integral del asunto que tratábamos; pero está terminado; pues he visto que tambien esa primera y santa fuente de vida está exhausta en vuestra alma.

¡Dios mio! ¡Dios mio! pensó Clemencia, ¡qué! ¿nada vibra ya en su corazon? Ni la religion, ni la naturaleza, ni el amor pátrio, ni el amor la familia, ni la amistad, ni la Religion (1)!! A pesar de los dotes que le distinguen, de ese talento, de esa nobleza, esa generosidad, ese caballerismo, que le son innatos, nada siente! ¡Oh! ¡que devastado Eden! Qué asolado yermo!

(1) Adviértase que en el precedente diálogo habia Clemencia adquirido esta conviccion que la espanta.