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almas, y que cada dia le parecia dilatarse, hoy se abria ante Clemencia como un abismo; pero su amor á Sir George era demasiado intenso para que le fuese fácil retroceder: era aquel hombre fata. su primer amo: ; sus lágrimas caian por dentro ardientes y corrosivas. No es posible, pensó, luchar con argumentos y razones con quien tiene mucho entendimiento, mucha práctica de controversia, y en ellas guarda toda la calma y lucidez de la fria indiferencia. ¡Si pudiese vencer la detestable lógica de su razon, despertando sus buenos sentimientos! ¡Dios mio! ¿habrá acaso un corazon en que no puedan estos resucitar de entre sus cenizas?

Asi fué que despues de mirar un rato á la llama que ardia tan clara, pura y vivaz conio los elevados sentimientos en su alma, fijó sus francos y expresivos ojos en el hombre á quien amaba, y le dijo: —Sir George, ¿nunca habeis hecho el bien?

—Creo que sí, contestó éste: mas no lo tengo presente. Ya sabeis, añadió con su seriedad irónica, lo que recomienda la máxima: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.» Pero para tranquilizar la timorata conciencia de mi amiga, le diré que ahora recuerdo haber encargado á mi intendente afiharme en las sociedades filantrópicas: es preciso que todos contibuyamos á poner remedio á la espantosa lepra del pauperismo.

—No es eso, Sir George; deseo saber si habeis hecho el bien de motu propio, con vuestra propia mano.