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En labraros vuestra desgracia por vuestras propias manos.

—¿Qué quereis decir?.... ¿Yo?.... ¿Cómo?

—Con amar al hombre que ménos os ama y ménos os aprecia; con preferir entre dos, al que ménos os merece: me atrevo á decirlo como una sencilla verdad, que no dictan ni el amor propio ni los celos.

1 —¡Señor Vizconde! dijo Clemencia con dignidad.

—¡Oh Clemencia! no califiqueis en mí de atrevimiento el echar esta profunda mirada en vuestro corazon, abierto como una azucena, y en vuestro porvenir patente á mis ojos, como lo está lo pasado.

¡No es hijo de 1 atrevimiento lo que os digo! lo es de un interés tan intenso y de un carino tan tierno, que no puede ofender lo que ellos dicten la más susceptible delicadeza. Lo que habia previsto ha sucedido; le amais!.... y ese hombre frio y gastado, duro y escéptico, ese hombre cuyo profundo egoismo no halla tipo sino en Inglaterra, ese hombre, se ha hecho amar.... El cémo.... ¡Dios lo sabe!

—Señor Vizconde, dijo Clemencia, no hallo esos derechos á que apelais, suficientes para penetrar en mis secretos, caso que los tuviese; ni menos para erigiros en mi censor.

—Clemencia, por Dios, exclamó el Vizconde, dejad conmigo, con vuestro mejor amigo, ese tono rechazador. El que os adora, el que se ha identificado con vos, no necesita más derecho para hablar con el