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amiga que permanecia en ademan meditabundo.

—¿Nada discurres, Eufrasia? le preguntó al fin tristemente.

—Mira, contestó esta en campanuda voz de bajo, conozco á un laňador tuerto, muy hábil. Si este no te lo compone, no lo compone nadie.

—Soy de parecer, dijo Alegría, que en lugar de al ana dor, llame Vd. al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los piés.

—Pero, mujer, observó la Marquesa sin atender á su hija, se le conocerán las lanas.

—Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar, observó Alegría.

—¡Las perlas!.... ¡Las perlitas! dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose á D. Silvestre. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te dá vela para este entierro.

—¿Para el entierro del ala de Mercurio? preguntó Alegría.

Entretanto decia en consoladoras palabras Doña Enfrasia á su amiga:

—Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza.

Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pié: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las ví me han hecho contradiccion; me han parecido siempre espolones de gallo.

—Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido;