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Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de aquella.

—Más quisiera, prosiguió la Marquesa, sin atender á lo que decia su hija, que me hubiese el tal caribe roto á mí un brazo!

—¡Jesus, Marquesa! ¡tales cosas!!.... dijo pausadamente D. Silvestre.

—Tan hermoso como era mi Mercurio! prosiguió con voz lastimera su duena. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Solo á mi me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mio!

—Como que no podrá volar, observó Alegría.

La Marquesa tenia efectivamente sus cinco sentidos en aquella estátua de yeso macizo, casi de tamano natural, y en otras cuatro, más pequenas, que re presentaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

—Eufrasia, le gritó la Marquesa apenas la vió, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala á mi Mercurio?

—Madre, dijo Alegría, digale Vd. al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala á guisa de espuela.

—Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase á tí las tuyas, repuso la Marquesa contemplando á su