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dalenitas de mírame y no me toques, opinó Dona Eufrasia.

1 —Y lo peor de todo es, prosiguió la Marquesa, que Juan se me va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien le detenga.

—Ya eso lo sabia yo, repuso Doña Eufrasia, que efectivamente sabia cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo, lo perteneciente a la esfera inferior.

—¿Tú? ¿Y cómo?

—Porque la novia fué á casa de la Gefa, donde sirve una hermana suya, para que se empeñára con su señora á fin de que á Juan le dieran una serenia (1).

—¿Y la obtuvo?

—Sobre la marcha.

—A Juan, que es dormilon, dijo riéndose Alegría, le sucederá lo que á aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormia toda la noche muy descansado en su cama, con solo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.

—Pero no te apures, Marquesa, dijo Dona Eufrasia; yo te tengo un criado pintiparado.

—¿De veras, mujer? exclamó la Marquesa. ¡Cuánto lo celebraría! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?

—Respondo, contestó Doña Eufrasia, bajando su (1) Lo hiciesen sereno.