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Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/100

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A. RIVERO
 

Desde las baterías veíamos dos líneas de buques: una marchando hacia el Este y otra hacia el Oeste, formando entre las dos una amplia elipse, cuyo eje mayor era la distancia entre la isla de Cabras y San Cristóbal, y el menor, unas dos millas.

Aquella escuadra era, por entonces, la más potente y moderna que bombardeara una plaza fuerte. El Indiana, con sus piezas de 13 pulgadas (las de mayor calibre conocidas hasta aquel día), disparaba granadas de 1.500 libras de peso, algunas de las cuales fueron a caer más allá de la bahía, en <<San Patricio», finca de Cerecedo. El lowa, el New York, con sus esbeltas chimeneas, y el Amphitrite, maniobraban disparando con exactitud matemática. El Terror, el Montgomery y el Detroit hacían igual trabajo; este último buque, aguantando sobre la boca del puerto, al oeste de la Isla de Cabras, recibía el fuego de todas las baterías del Oeste, replicando sin cesar. El Terror, frente a la misma boca del Morro y un poco más lejos, hacía fuego hacia el interior del puerto. El Amphitrite, al llegar a la altura de San Cristóbal, paró sus máquinas y permaneció allí por algo más de un cuarto de hora sin dejar de hacer fuego.

Proyectil de 13 pulgadas, disparado por el Indiana, y que cayó
en la finca San Patricio, al otro lado de la bahía.

Tal actitud de desafío, así la juzgué, me irritó; por eso dí órdenes para que las piezas de los Caballeros lo atacasen. Con mis propias manos le disparé más de veinte granadas; realmente éramos muy malos apuntadores, porque el buque enemigo, cuando le vino en ganas, siguió su marcha sin averías aparentes. Por algún tiempo, durante este duelo singular, creímos que aquel monitor estaba hecho un pontón sin gobierno y a merced de las baterías.

En esta forma continuaba el combate: ordenadamente por los de la escuadra; con valor y entusiasmo, superiores a sus medios, por los defensores de la plaza.

El general Ortega.―Poco antes de las seis de la mañana el corneta de guardia anunció la llegada del general Ricardo Ortega, gobernador militar de la plaza. Rendidos los honores de ordenanza y después de mandar alto el fuego, le comuniqué el parte, sin otras novedades que un muerto, cinco heridos y un obús inutilizado.