El general, que vestía correctamente su uniforme de campaña, miró a la mar primero, contó las naves enemigas, y después recorrió con su vista mis cañones y artilleros: «¡Siga el fuego!», ordenó.
«¡Viva el general Ortega!», grité; y un clamor de patriótico entusiasmo recorrió las baterías, se agrandó en las oquedades del castillo y fué a confundirse a lo lejos con el estrépito del cañón enemigo. No menos merecía aquel valeroso soldado, quien pudiendo buscar refugio en túneles a prueba de bombas, como lo hicieran otros, escaló la más alta y descubierta batería de la plaza para dar ejemplo de valor a sus defensores.
«Deseo apuntar un cañón», me dijo; y este deseo fué satisfecho. ¡Bravo general era el general Ortega! Era de la escuela de aquel caudillo, Prim, que, llevando en su mano derecha la bandera de los voluntarios catalanes, hizo saltar su caballo por una tronera del campamento enemigo, matando con su sable al moro que intentaba dispararle un cañón.
Como el fuego era muy vivo y mi repuesto de proyectiles cargados disminuyera visiblemente, ordené al auxiliar de artillería, Martín Cepeda, que con algunos de sus hombres fuese a la batería de San Carlos-que no hacía fuego por ser su campo de tiro el frente de tierra-, y me trajese todas las granadas de dicha batería.
Lo que hizo este hombre, y cómo perdiera poco después su brazo derecho, aparecerá en otras páginas de mi libro.
Ortega no era mi amigo, me lo había demostrado en más de una ocasión, especialmente cuando me encerró, arbitrariamente, en las bóvedas del Morro. Ignoro si fué el peligro común o alguna razón oculta que nunca supe, pero desde aquel día se comportó como un excelente amigo, demostrándome tanta bondad y cariño que, por corresponder de igual manera y a ruegos suyos, este libro ha estado sin editarse por veinte años.