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CRÓNICAS
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CRÓNICAS 77 granadas el porta-cebo parecía tan nervioso que no acertaba a enroscarlo por el tem- blor de sus manos; recuerdo que lo miré atentamente, dirigiéndole estas palabras: -¿Tienes miedo? -No, señor-me contestó. Y en el acto sus manos dejaron de temblar, y con gran serenidad continuó su tarea. Poco después pidió permiso para apuntar, y estas funciones las desempeñó hasta el fin del combate. Cerca de él estalló un proyectil, inutilizando el montacargas; el momento era de gran ansiedad. El artillero más sereno y va- liente de cuantos sirvieron aquella pieza fué el nervioso de antes. Su conducta me agradó tanto que in- fluí para incluírlo en la propuesta de recompensas, y obtuvo la cruz de Guerra. Este artillero, muchacho de diez y seis años, era educando de cor- netas y alumno de la Academia Pre- paratoria Militar. Su nombre, An- drés Rodríguez Barril.

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En el Morro. Era la madrugada del 12 de mayo cuando el torrero de guardia en el faro del Morro divisó, muy confusamente, un gran convoy de buques que, con luces apagadas, se aproximaba del Noroeste. Avisó al sargento y al telegrafista del semáforo, y todos ya reunidos sobre el parapeto que rodeaba el faro, examinaron con curiosidad las negras siluetas que casi se esfu- maban en la bruma. No cabía duda: ¡era la escuadra española!; se discutía jovialmente: Capitán, ¡métale dos!...» Julio Lizardi, auxiliar de artillería. -Aquel acorazado de vanguardia es el Pelayo. -No, es el Carlos V. ¡Mírale las tres chimeneas! -Yo veo claramente al Vizcaya y al Oquendo. La escuadra avanzaba lentamente. Una tenue claridad teñía de vivos colores el horizonte. El sargento llamó a un soldado y le dijo: