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A. RIVERO
 

mohosas tijeras, acertó a caer en el patio del castillo una granada enemiga; el barbero, su ayudante, el teniente González y otros que por allí transitaban, cada cual se refugió donde pudo, y aprovechando la confusión, el atribulado joven salióse del castillo, bajó la rampa de entrada y tomó las de Villadiego, muy contento con sus experiencias de la guerra y, sobre todo, por haber escapado sin averías de las formidables tijeras de un barbero militar con abolengo de sangrador.

Aquel jovencito, de 1898, es hoy escritor y autor dramático de reconocida fama, director del diario El Imparcial, en San Juan, y cónsul interino de España. Su nombre es José Pérez Losada.

Los estudiantes militares.―Todos los jóvenes alumnos dé la Academia Preparatoria Militar, quienes necesariamente eran soldados de los cuerpos de la guarnición, se hicieron notar, el día 12 de mayo, por su valor y serenidad, ocupando puestos de peligro y desempeñando diversas comisiones que se les encomendara. Sobresalió, entre ellos, Cristóbal Real, hoy poeta y periodista que figura a la cabeza del movimiento literario de Puerto Rico.

Los habitantes.—Una gran parte se portó con serenidad; algunos curiosos, a cubierto de las murallas, observaban las maniobras de los buques enemigos; otros, menos belicosos o más precavidos, corrieron hacia Santurce, llegando bastantes a Río Piedras; unos pocos no pararon hasta Carolina.

Y ahora, con permiso del benévolo lector, voy a relatar un incidente que a mi persona se refiere. Cierto amigo, cuyo nombre no recuerdo, al llegar en su carrera, bastante sofocado, a este último pueblo, se vio en la necesidad de satisfacer la pública curiosidad relatando algo de lo ocurrido en San Juan. Ni tardo ni perezoso se despachó a su gusto:

―¡Aquello es un desastre!: la Intendencia, el Ayuntamiento y la Capitanía General están en el suelo; medio San Juan está arrasado, y el número de muertos y heridos es imposible de calcular; se dice que hay muchos jefes y oficiales muertos, y entre ellos un portorriqueño, el capitán Rivero, a quien un proyectil le llevó la cabeza.

Como yo tengo el altísimo honor de haber nacido, hace muchísimos años, en el barrio del Cacao, de la Carolina, un buen número de mis paisanos comentó con tristeza mi desgraciado fin. Algunas compasivas viejecitas decían:

―¡El pobre, tan bueno!

Se presentó a la sazón el cura párroco, y entonces él y algunos fieles que se habían reunido en la iglesia, rezaron con gran devoción un rosario por el eterno descanso de mi alma. ¡Dios se lo pague a mis paisanos!, y Él me abone en cuenta, en su día, este bondadoso adelanto.

Pánico.—Ya he dicho que al empezar el bombardeo muchos pacíficos habitantes de San Juan corrieron hacía las afueras de la ciudad; el espectáculo, visto desde lo alto de San Cristóbal, era doloroso: ancianos, enfermos, cojos con sus muletas, cie-