mismos hombres que abastecían de carbón a los buques españoles en San Vicente, había muchos que, entendiendo español, oían las conversaciones de oficiales y marineros españoles, conversaciones que una hora más tarde llegaban a noticias de Mr. Long, secretario de Marina de los Estados Unidos.
Este hombre excepcional lo sabía todo, y lo que no sabía, lo adivinaba. No solamente guió al triunfo a las naves americanas, sino que, en toda ocasión, con admirable golpe de vista, corrigió las torpezas y equivocaciones de almirantes y comodoros.
Los movimientos de los buques de Cervera nunca fueron un secreto para Mr. Long.
El español es capaz de los más grandes heroísmos; por una flor, por la sonrisa de su dama, por defender a un amigo o a un político a quien tal vez no conoce, expondrá cien veces su vida; pero es muy difícil, es casi imposible, que el español guarde un secreto. Tan pronto un jefe, aun siendo de alta categoría, entra en posesión de alguna nueva importante, aparece preocupado, siente la necesidad de compartir con alguien el peso que le abruma, y, para ello, y en secreto-sólo de mí para ti-descarga en el amigo el fardo de aquella noticia que le desvela; el amigo, por no ser menos, hace lo propio, y a las pocas horas, aquel secreto, es un secreto a voces.
Esto ocurrió con los secretos del almirante Cervera; algunos mozos de café en San Vicente de Cabo Verde vendieron a peso de buen oro americano confidencias. de oído a oído, entre camaradas. Como Mr. Long sabía que los cruceros españoles irían a la Martinica, situó allí el Harvard; no ignoraba que más tarde vendrían a San Juan, y a vigilarlos envió el Yale, el St. Paul y el St. Louis. Y en busca de la escuadra española navegaba el almirante Sampson, cuando se le ocurrió la peregrina idea de gastar sus municiones y exponer sus buques frente a las baterías de San Juan. Aquí mismo, en Puerto Rico, la inocencia del general Macías hizo posible el espionaje de Crosas, de Scott y del corresponsal del Herald, Freeman Halstead. De San Juan salían, hacia St. Thomas, muchos cables diarios; no se movía una mosca en toda la Isla sin que lo supiesen Mr. Long o Mr. Alger; lo mismo que salían, llegaban las noticias del exterior; tres días antes del desembarco en Guánica de la brigada Garretson, la casa Fritze Lundt de Ponce recibió un cable de Nueva York, anunciando cierta operación de azúcar, cable que después de descifrado decía:
«Fuerzas americanas, treinta mil hombres, escoltados por escuadra, han salido de tres puertos para esa; llegarán alrededor del 25.»
La escuadra fantasma de Cervera quitaba el sosiego al almirante Sampson; era preciso destruirla o capturarla; era asunto de honra que no pasase al Oeste de Puerto Rico. Tales eran las órdenes imperativas del secretario de Marina, Long. Y por eso el día 8 de mayo Sampson telegrafiaba a dicho secretario, desde Cap. Haitien, solicitando permiso para atacar las fortificaciones de San Juan, permiso que no recibió, toda vez que la acción que intentaba se le había negado, implícitamente, por el