Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/234

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
200
A. RIVERO
 

hacer alto y de no continuar, a menos que oyeran fuego a vanguardia. Al cabo de dos horas, y no apareciendo los españoles, nos retiramos al campamento.

Un soldado de la compañía C., escribió acerca del combate:

Fué caso muy curioso, y no lo supimos hasta después de la batalla, la ausencia, en el frente, de todos los oficiales superiores. Allí no hubo coronel, teniente coronel, comandantes, capellán ni cirujano; desde entonces, esto fué motivo de broma, especialmente en lo que se refería a nuestro comandante, quien llegó hasta las guerrillas, y, desde ese momento, nadie lo volvió a ver. En cambio, el ayundante Ames, el capitán Gihon y los tenientes Gay y Langhorn, estuvieron en lo más fuerte del combate, animando y aconsejando a los muchachos.

Ocurrieron varios incidentes, algunos de carácter festivo, entre aquellos hombres que, por vez primera, recibían su bautismo de fuego, incidentes que relata el teniente Edwards de esta manera:

Un hombre, con tanta calma como si estuviera solo en el monte, sacó su pipa y la encendió, pensando, tal vez, que los fusiles Springfields no hacían suficiente humo para revelar al enemigo nuestra presencia; otro colocó su sombrero al lado del camino, y un tercero rehusó disparar contra los españoles, con cualquier otro fusil que no fuese el suyo, y anduvo media hora arriba y abajo, a lo largo de la línea ocupada por su compañía, hasta que encontró su arma e hizo el cambio.

El sargento George G. King, de la compañía Z., en una carta fecha 27 de julio, hace el siguiente relato del ataque nocturno:

..... Estábamos tal vez a cien yardas del enemigo cuando oímos el galopar de una docena de caballos; yo silbé a Arturo para que retrocediese, emboscándose con los demás. Los caballos se acercaron, y cuando vi el obscuro grupo, no 20 pies más allá, le di la voz de alto; como no hicieran caso de la orden, disparé, pero mi fusil falló el tiro. Entonces pude verlos a diez pasos y noté que no tenían jinetes; en ese mismo instante, tres de los muchachos hicieron fuego. Les grité que pararan; pero como la función había empezado, siete de ellos vaciaron sus rifles. Todos los caballos escaparon menos uno que, malamente herido, rodó por tierra, por lo que ordené a dos soldados que lo rematasen. ¡Pobre caballo!; ellos pusieron fin a sus sufrimientos y todos nos marchamos.

La abundancia de mangoes (continúa el teniente Edwards) era una tentación demasiado grande para resistirla a pesar de los amistosos consejos de los nativos.

Como se ha visto, los voluntarios del general Garretson pasaban iguales fatigas y tanta hambre como los regulares del teniente coronel Puig, según relataré más tarde; aquellos voluntarios, vahentes en extremo, pero sin experiencia, faltos de disciplina y pobremente mandados, eran el nervio del formidable Ejército que vislumbraba desde su despacho del Palacio de Santa Catalina el general Macías, influenciado por su jefe de Estado Mayor, coronel Camó.