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A. RIVERO
 

rancho que debía ser enviado a la hacienda «Desideria.». Después supe que los carrete- ros que lo conducían, al oír el tiroteo, torcieron el rumbo y aun es la hora en que nadie sabe dónde fueron a parar ni qué fué de aquella comida. En la noche del 25 y mañana del 26, llegaron varios telegramas del capitán general ordenando la retirada de todas las fuerzas hacia Ponce, primero, y hacia Adjuntas más tarde. El teniente coronel Puig, a quien yo servía de ayudante, des- atendió al principio aquellas órdenes, luego fueron tan urgentes que, malhumorado y entre protestas, resolvió obedecerlas. Recuerdo algunos incidentes que tal vez no ofrezcan interés para el libro que usted piensa escribir. A los primeros tiros, en la mañana del 26, una bala enemiga atravesó el capacete del segundo teniente Solalinde, del Patria, y éste, que era un muchacho, tomó la prenda en sus manos, y cuadrándose militarmente, dijo a Puig: — Mi teniente coronel, tengo el honor de haber recibido el primer balazo del enemigo. A eso de las nueve de aquella mañana vimos un caballo, o por mejor decir, una jaca, con arreos militares y que a galope tendido venía desde Guánica. A pesar de mis órdenes, un soldado le hizo fuego; el animal continuó su carrera y fué detenido por algunos campesinos que lo entregaron a las fuerzas de retaguardia. Este caballo fué conducido a vSan Juan. Como varias veces las guerrillas ocuparon un sembrado de maíz, hicieron en él gran destrozo, comiendo de sus mazorcas. Aquella mañana tuve yo la experiencia de que, con buen hambre, las mazorcas de maíz tierno son un desayuno bastante agra- dable, sobre todo cuando no hay a mano otro mejor. Poco podré añadir a los relatos anteriores sobre aquella escaramuza que ha dado- en llamarse batalla de Yauco, Las fuerzas españolas solamente trataron de tantear el enemigo para calcular su número e intenciones y entretenerlo hasta la llegada de los refuerzos que eran esperados a cada hora. Durante la noche se recibieron varios telegramas del general Macías, en ninguno de los cuales pedía informes; limitándose, en todos ellos, a ordenar la retirada de la columna Puig. Antonio Llabrés, secretario del Municipio de Yauco, que aun vive, recibió de manos del telegrafista Esteban Guerra aquellos despachos y los envió a su destino. Puig creía (y así lo manifestó en presencia de algún oficial) que era «una gran ver- güenza dar la espalda a enemigo que demostraba tan poca decisión en el ataque», y por eso hizo cuanto pudo para evitar la retirada. Por la mañana arreció el fuego de ambas partes y entonces algunos soldados fue- ron heridos; el ala izquierda española inició un ataque de flanco, contra la altura y