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Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/343

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CRÓNICAS
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a la fusilería española; en un corto espacio de tiempo, dos hombres y dos caballos fueron heridos en mi pelotón, el cual estaba demasiado cerca de los infantes para que pudiese realizar ningún acto beneficioso. Entonces los dos Gatling del teniente Maginnis tomaron la palabra; y los Gatling suelen hacer un gran efecto sobre los nervios, si acontece, como en esta ocasión, que en la pelea están de parte de uno.

Lo que siguió a esto fué una retirada a galope tendido de toda la artillería hacia retaguardia y por un octavo de milla; y después, por un corto rodeo a la izquierda y atravesando un terreno pantanoso y lleno de zanjas, tomó posiciones en cierta altura, al parecer muy conveniente. El cuerpo principal había llegado, y seguidamente fué echado al surco, sin ceremonias, siendo ahora muy vivo el fuego por ambas partes.

Durante la primera hora del combate toda la pólvora usada por el enemigo fué sin humo, por cuya circunstancia se me ocurrió pensar que aquello no era un verdadero negocio de guerra. Apretó el fuego, hubo una corta carrera; una violenta voz de mando, y tal vez se oyeron agudos juramentos, intermitente rechinar de cureñas y lamentos de heridos. Pero no hubo nubes de polvo, ni montones de muertos, ni vítores, ni cargas desesperadas, ni el menor asomo de franjas y estrellas. Hacia arriba y a nuestra derecha, podíamos ver gran número de espectadores sobre la elevada plataforma en que se asienta el Santuario de la Monserrate; entonces pensé que procedíamos honradamente no cobrándoles nada como derecho de admisión al espectáculo de que ellos disfrutaban, porque tal vez murmurarían por haber sido defraudados en sus esperanzas.

Pero mi más terrible experiencia ocurrió de esta manera: El pelotón de artillería, del cual yo formaba parte, como he dicho, decidió que su posición detrás de la infantería era insostenible, y a todo galope emprendió la retirada. En aquel momento yo estaba de pie cerca de la primera pieza y no oí la orden que me hubiera hecho saltar a mi asiento sobre el armón. Y así, de improviso, me encontré solo y con mis camaradas a lo lejos y en plena carrera. Una mirada en derredor me hizo ver que era yo la sola cosa viviente parada en un radio de 500 yardas; era, por tanto, un excelente blanco para aquellos homicidas españoles que aparecían muy enfurecidos, como Io demostraban con su fuego desde las malezas que ocupaban, y debía, por consiguiente, reunirme a mi sección tan aprisa como me fuese posible, por eso yo corrí.

Ahora se me ocurre que aquella fué una oportunidad en que pude demostrar cuanto era yo capaz de hacer; debía haber detenido la carrera, llenar y encender mi pipa, y con andar majestuoso seguir paso a paso por el limpio camino, con lo cual, tal vez, hubiese ganado aplausos y condecoraciones. Digo que todo esto lo he pensado después; pero entonces yo recordaba la historia del único superviviente de la batalla de Bull Run, quien contestando a ciertas críticas apasionadas acerca de la retirada Federal de aquel famoso campo, dijo sentenciosamente:—Todos los que no corrieron están allí todavía. Y yo creo que en aquellos momentos tuve una visión exacta de la realidad, y por eso continué corriendo cuanto pude, dejando las pomposas reputaciones para otros ambiciosos, o también para mí en otro día y en cualquier otro campo. Quizá desprecie la marea llena de oportunidades; aunque en esta, como en otras ocasiones, he notado, con sorpresa, cómo en melodramáticas crisis la mente de un hombre no siempre es capaz de dominar sus piernas.