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CRÓNICAS
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Aquella noche, la última en que fuerzas españolas pisaron las calles de Mayagüez, Soto no durmió, y estuvo en constantes conferencias con el alcalde Font y Guillot y el capitán de puerto; antes de amanecer toda la columna levantó el vivac y emprendió la marcha hacia Las Marías, con el convoy en cabeza protegido por los guerrilleros montados.

Lo que escribió el capitán José Torrecillas.—Ya he dicho que el capitán Torrecillas, con su compañía y algunos guerrilleros al mando del capitán Bascarán, salió de Mayagüez, hacia Hormigueros, en la madrugada del 10 de agosto. A su llegada a dicho pueblo vivaqueó cerca de la Casa de Peregrinos, y personalmente reconoció todas las lomas cercanas, enviando también los guerrilleros hacia el camino que, desde el poblado, conduce a la carretera, dándoles instrucciones para que observasen al enemigo, avisando su llegada con suficiente anticipación.

En Hormigueros pasó la fuerza española toda la mañana, y cerca ya de las doce y cuando se disponía a tomar el rancho, sonaron los primeros tiros. Eran los guerrilleros tiroteando a los escuchas de Lugo Viña. Toda la tropa tomó las armas, y por un camino de rodeo ocupó las posiciones estudiadas por la mañana, a espaldas del cementerio, y sobre unas alturas llamadas Lomas de Silva.

Al llegar aquí, interrumpo mi relato para dar cabida a una carta que me escribió el capitán José Torrecillas, pocos días después del combate de Hormigueros, carta que conservo en mi poder y la cual dice así:

Desplegué mis hombres en guerrilla, ordenándoles se mantuviesen pecho a tierra y a cubierto por los accidentes del terreno; yo permanecí de pie, detrás de un árbol corpulento, observando al enemigo con los gemelos de campaña; estaba nervioso, pero dispuesto a todo. Antes de desplegar había arengado a la gente, con muy pocas palabras, porque no soy hombre de discursos. «Ahí vienen los americanos—les dije—; su número no nos importa, ni tampoco sus cañones; aquí estamos para pelear y morir por España, si fuese necesario, y advierto que al primero en quien note temor o vacilaciones le levanto la tapa de los sesos con este revólver.» Y les enseñé el mío, de reglamento.

Hubo una explosión de entusiasmo; gorras y sombreros volaron por el aire, y los vivas a España alternaron con otros al capitán Torrecillas. Poco después llegaron los guerrilleros avisando que a lo lejos se divisaba el grueso del enemigo, y que ellos solamente habían hecho fuego contra unos jinetes que venían en vanguardia. Tomé mis anteojos y pude observar, hacia la hacienda de Cabassa, una gran polvareda. Ya venían....., y por eso tomé mis últimas disposiciones. Un teniente, quien más tarde fué herido, se acercó tratando de convencerme de que me debía situar al abrigo de algún obstáculo del terreno, haciendo alusión a mi esposa y a mis hijos. «Usted se equivoca—le contesté—; yo no tengo más esposa que mi Patria, ni más hijos que estos soldados; vaya a su puesto y cumpla su deber como yo lo haré con el mío.»

Media hora más tarde, vi distintamente a la vanguardia enemiga desembocando por un puente, cerca de la carretera de Cabo Rojo. La dejé avanzar sin disparar un tiro, y poco después, a mi voz, descarga tras descarga cayeron sobre ellos. Lo que pasó