Mateo Fajardo, amigo personal del doctor Font, sonrióse, tomó a broma el caso y siguió hasta el hospital y cuartel de infantería, donde fué izada la bandera de los Estados Unidos. A las nueve de la mañana entró en la ciudad el grueso de las fuerzas americanas, llevando en cabeza la caballería del capitán Macomb, siguiendo el general en jefe, su Estado Mayor, artillería, infantería y el tren; toda la columna se detuvo frente al Municipio, continuando, poco después, su marcha. Allí quedaron el general Schwan y su Estado Mayor, que subieron al salón de actos; las músicas tocaban y las banderas flotaban al aire. Acerca de lo que allí aconteciera escribe dicho general:
Muchos de los más prominentes ciudadanos me felicitaron en la oficina del alcalde, declarando que ellos quedaban sujetos a mis órdenes; el populacho dió a las tropas la más entusiasta recepción.
En tanto, la columna, que había atravesado la ciudad, salió hacia el camino de Maricao y acampó, a milla y media, en los terrenos conocidos por «Sabana de Cuevas».
Y ahora, como valioso obsequio a mis lectores, copiaré nuevos párrafos del libro de Karl Stephen:
«Las aceras, balcones, ventanas y azoteas estaban atestadas de curiosos de todas edades, condiciones, colores, tamaños y grados de belleza; en cada esquina, en cada plaza, una multitud de las diversas clases populares, atronaba el aire con bravos y vivas, regulando su entusiasmo según el tamaño de los cañones que pasaban ante ellos.
Es fácil, para cierta gente, vitorear con frenesí la llegada de un invasor, no importa quién sea, y hasta los mismos chinos hubiesen sido recibidos con iguales aclamaciones, si ellos hubieran entrado como héroes y conquistadores. En las casas de los aristócratas no se notó demostración en ningún sentido, con una sola excepción. Habíamos doblado la calle de Mirasol, entrando en la Candelaria, y la cabeza de la columna casi no había llegado a la plaza, cuando la banda rompió con «The Stars and Stripes for ever». De improviso se oyó un crujido, y se abrieron, bruscamente, las persianas de un balcón, en cierta casa de bello aspecto, situada a la izquierda, y, poco después, una linda joven, con lágrimas en los ojos, se inclinó hacia la acera, agitando en sus manos la bandera americana (Old Glory), sobre nuestros andrajosos uniformes de soldados.
Por un instante enmudecimos de asombro ante aquella aparición; después, todos nos descubrimos, y, por vez primera, en aquel día, taladramos los cielos con un grito vigoroso y largo. El principio fué epidémico, y de todas partes surgieron clamores y gritos, como si el universo se hubiese trocado en una turba de locos, al simple movimiento de las manos de una niña.
Su nombre era Catalina Palmer, quien después casó con un teniente americano; pero esto, como diría Kipling, es otra historia.
En una esquina, cierta dama anciana y ricamente vestida, arrojaba puñados de dequeñas monedas de plata, y hasta en algunos sitios, trotamos (el que habla era