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CRÓNICAS
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Aquí encontré pueblo y tropa en gran excitación; las cornetas habían tocada generala y todas las fuerzas estaban preparadas para ocupar posiciones, porque se decía que avanzadas enemigas estaban cercanas. Seguí adelante, por los barrios de Sabanallana y San Antón, y al llegar muy cerca de la Carolina, detuve mi caballo frente a la hacienda Progreso (hoy llamada la Victoria), edificio en donde aparecían enarboladas banderas de distintas naciones, y que era uno de los sitios neutrales- designados, para esto, por el Alto Mando español. Al verme, bajaron hasta la carre- tera muchos amigos míos, entre ellos Jorge Finlay, quienes al verme de uniforme,, me aconsejaron que retrocediese o tomase precauciones, porque la caballería ene- miga estaba muy próxima.

Seguí y entré en la Carolina, donde presencié cierto lamentable espectáculo, que me causó profunda pena. Un capitán de infantería, que con sus fuerzas guarnecía el pueblo, había hecho cavar algunas zanjas en la plaza, y él y su tropa estaban res^ guardados en aquellas trincheras provisionales.

Como yo conocía a dicho capitán, lo llamé aparte, advirtiéndole que no era sitia a propósito el que había escogido para defender el pueblo, y que si era cierto que el enemigo estaba cercano, muy pronto se vería enfilado por el fuego que aquél le haría desde una altura cercana, la cual dominaba, perfectamente, toda la plaza y trincheras. Sin esperar su respuesta piqué espuelas, vadeé el río que hay más allá del pueblo, crucé sin detenerme por el poblado de Canóvanas y el pueblo de Río Grande, llegando sin novedad al poblado de Mameyes. Allí había gran revuelo; todos- Ios habitantes del caserío y gran número que habían llegado de Fajardo, ocupaban la única calle que, entonces, existía. Llamé a dos o tres personas, a las que conocíar para interrogarles, y en eso se me acercó un viejo amigo, llamado Frasquito Trinidad,, quien me dio noticias exactas de todo lo ocurrido en Fajardo, contándome que en la población no había fuerza alguna enemiga, ni más acá tampoco, y, solamente, un destacamento de marinos en el faro y algunos buques, fondeados, más allá de los arrecifes; añadió que Veve, Prisco Vizcarrondo y otros más se habían adueñado de la población e izado la bandera americana y que disponían de un grupo de machete- ros, armados también con algunos fusiles, y terminó con estas palabras: «Si entras allí con cuatro Guardias civiles y un cabo, te apoderas de todos los revoltosos.»

Después supe que este mismo bondadoso confidente, o tal vez otro, referían, una hora más tarde, al doctor Veve, mi presencia y reconocimiento en Mameyes.

Celebré otras entrevistas, y todos los informes corroboraron la información re- cibida, por lo cual di por terminada mi misión, y después de dar un buen pienso de maíz al caballo, y sin prisa, toda vez que no había señales de enemigo, emprendí el regreso a San Juan. El caballo se resentía de la jornada, y así pasé por Carolina, ya de noche, sin que nadie notase mi presencia, llegando hasta un paraje del camino, en el sitio llamado Piedra Blaiira^ donde me ocurrió algo que no he podido olvidar.

En aquel lugar, y a ambos lados del camino, había, y hay aún, dos elevados talu-