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A. RIVERO
 

mal trato por los españoles, a causa de ciertas actuaciones de los cabezas de familia- No quise admitir ningún criado de los que les acompañaban, ni tampoco a la gente restante, a quienes avisé que estaban en un sitio peligroso y que debían retirarse tan pronto como pudiesen, añadiendo que no podía prestarles ninguna ayuda en caso de un ataque. A pesar de todo esto, 500 ú 800 de ellos escalaron las alturas de la península y permanecieron allí, a campo raso, desde el día 7 hasta la tarde del 9, cuando los españoles, después de su ataque, se habían retirado, abandonando el dis- trito a las tres de la tarde del mismo día.

Toda esa gente pasó la noche esccmdida en las montañas, y yo advertí a los que parecían jefes, que tuviesen cuidado, porque los buques probablemente harían fun- cionar sus cañones en caso de combate. Durante dos días permanecieron allí sin abrigo, alimentándose solamente de algunas frutas que pudieron conseguir, porque su miedo a los soldados españoles era más fuerte que cualquier otra consideración.. Esta gente, durante toda la noche del 7, fué causa de muchas alarmas, por lo que al siguiente día les envié un aviso, advirtiéndoles que haría fuego contra cualquiera de ellos que se pusiese a la vista después de obscurecer. Esta actitud mía produjo exce- lente resultado, porque en la noche del ataque no hubo falsas alarmas.

Después que llegó esta gente de Fajardo pedí por señales instrucciones refe- rentes a ellos, y entonces vino usted al faro y aprobó mi acción respecto a los refu- giados y a los que rñe negué a admitir. Yo alojé a mis huéspedes lo mejor que pude en las habitaciones que tenía destinadas para los marinos, separando los hombres de las mujeres y marcando un cuarto de aseo para cada grupo.

Las mujeres soportaron aquella situación, verdaderamente difícil, con admirable valor. Eran las esposas de cinco caballeros de apellido Veve y Bird, y por esto las puse en una habitación separada.

También vino un inglés plantador de café, de nombre Hansard, viejo soldado inglés de la frontera de la India que funcionó como mi ayudante, y también hizo de centinela durante toda la noche en la azotea; éste fué el único refugiado queme ofre- ció sus servicios, que realmente fueron de gran valor. Prohibí a mis hombres que en- trasen en las habitaciones designadas a las señoras, excepto para la inspección diaria o para la vigilancia de noche, y ejercité mi mayor celo para convencerá dichas seño- ras de que estaban completamente al abrigo de cualquier ataque del enemigo; y en la noche del combate no me causaron la menor contrariedad ni parecieron nerviosas. Todas eran muy corteses y cariñosas, no produjeron la menor queja, y por todas estas cosas ganaron mi más alta estimación; eran damas, casi todas, acostumbradas a que sus criados cuidasen de ellas, y en esta ocasión prescindieron de tales servi- cios y personalmente atendieron al cuidado de sus niños, confeccionaron sus propios alimentos y atendieron a todas sus necesidades. Su único temor era que pudiesen caer en manos de los españoles; pero yo les aseguré que eso jamás acontecería, des- de el momento que ya estaban bajo la protección de la bandera de los Estados Unidos.

La llegada del Cincinnati^ del carbonero Hannihal y del Ley den el día 8, fué motivo de gran alegría para ellas, especialmente cuando supieron que el carbonero era un transporte lleno de soldados. Yo le dije a mi intérprete, para que así lo ma- nifestase a la gente de afuera, que nosotros teníamos 100 soldados, aunque sólo