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CRÓNICAS
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sonó el clarín militar de órdenes, seguido de imperiosas voces de man- do, 3; todos los jefes, oficiales ^ soldados presentaron armas, los fun-- cionarios civiles quitamos los sombreros de nuestras cabezas, la banda de música de la fuerza americana tocó el Himno de Washington', los cañones de San Cristóbal, del Morro j de los buques de guerra americanos surtos en la bahía sonaron, a la vez, con el fragoroso es- tampido de sus repetidas descargas, algo así como un clamor de voces, alegres y dolorosas, vibró en los aires, ]) al mismo tiempo, majestuosa, estrellada, teñida con sus vivos colores, blanco, rojo y azul, orgullosa, alegre y triunfadora, besada por los rayos del sol tropical, acariciada por las brisas del A tlántico, izada por sus propios soldados, comenzó a subir y a subir, camino de lo alto, la bandera de los Estados Unidos de América, hasta llegar al tope, al extremo superior del asta que se ostentaba, enclavada, en lo alto del Palacio de Santa Catalina,

Simultáneamente fué izada también la bandera americana en los castillos de San Cristóbal i; el Morro, casa de Ayuntamiento y en todos los demás edificios públicos de la ciudad de San Juan.

Y de esta manera tuvo lugar la ceremonia simbólica del cambio de soberanía y quedó abierto el nuevo libro de su historia para el buen pueblo de Puerto Rico, mero espectador y testigo en el gran drama que terminó aquel día y que decidió de su suerte futura.

Había terminado, en su epílogo final, el imperio político de la madre España en las tierras de América por ella descubiertas, colo- nizadas y civilizadas; aquel grandioso imperio cuyos confines em- pezaban en las llanuras de California, Texas y Florida, para llegar y extenderse hasta las playas del Estrecho de Magallanes, tocan- do, por uno y otro lado, con los dos grandes Océanos del planeta.

La bandera de oro y grana, la bandera de la nación descubrido- ra, no fué arriada en la descrita ceremonia. El ejército de América^ vencedor, no le impuso semejante humillación. Ella estuvo en lo alto del Palacio de Santa Catalina y en lo alto de los castillos y edificios públicos de la ciudad de San Juan, hasta la puesta del sol del día 17 de octubre de 1898; y, en cumplimiento del Armisticio que puso tér- mino a la guerra hispanoamericana, de esas alturas fué retirada en la tarde de aquel día por la mano filial y amorosa de sus propios sol- dados, de los soldados valerosos que la defendieron y glorificaron con su sangre y entre el humo de la pólvora en los campos de batalla.

La bandera de España, repito, no fué arriada por la mano de los soldados de América. Ellos no lo hicieron, y no creo yo lo hubieran hecho nunca, siendo, como son, americanos, y sabiendo, como saben, que ella flotó gloriosa al viento el día feliz e inmortal en que el gran Almirante descubrió, para el mundo y para la Libertad, la sagrada tie- rra de América.