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CRÓNICAS
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Las Milicias Disciplinadas se nutrían del contingente anterior por sorteo, desde diez y seis a treinta y cinco años, exceptuando casados, hijos únicos de viudas y cabezas de familia. Los portorriqueños de color entraban como voluntarios en el servicio militar, y su comportamiento fué siempre excelente, como hace constar un documento que he tenido a la vista, y donde se elogia muy especialmente a la compañía de artilleros morenos de Cangrejos, quienes manejaban un trozo (una batería) con ocho cañones violentos (ligeros) de campaña, material que, no teniendo ganado de arrastre, era siempre transportado a brazos por los mismos sirvientes. Los milicianos estaban reconcentrados, por regla general, en las cabeceras de los siete departamentos, y disfrutaban de haberes y de ciertas gratificaciones para gas- tos de uniforme y remonta, y los caballos eran propiedad particular de los milicia- nos montados. Un batallón de estas milicias tomó parte, al lado de las fuerzas vetera- nas españolas, en la última guerra de Santo Domingo. Recuerdo, allá por el año 1868, una gran parada que tuvo lugar en el Campo del Morro, y a la cual asistieron la mayor parte de las milicias de a pie y montadas de la Isla; se les conocía a los milicianos con el remoquete de chenches, y estaban sujetos, desde que juraban las banderas y estandartes, al Código militar, protegiéndoles el fuero de guerra. Estos hombres siempre tuvieron como un gran honor el vestir el uniforme militar, y de padres a hijos conservaban, como objetos de gran estima, los despachos, nombramientos y condecoraciones que obtenían. Desde los tiempos de la conquista apareció en Puerto Rico la Milicia Urbana; el reglamento por que se regía esta institución fué aprobado en 14 de marzo de 1817 por el general Meléndez, y ocho años más tarde se autorizó a los oficiales urbanos a usar las mismas divisas que el ejército. Por Real orden de 13 de febrero de 1786 se les había concedido el derecho de fuero militar, cuando estuviesen en servicio activo, y en 22 de agosto de 1791, y también por Real orden, se marcaron las diferencias entre urbanos y milicianos. Esta milicia urbana era pagada por los propietarios con un recargo sobre el va- lor de sus tierras. Los urbanos mantenían guardias en cada pueblo y en las costas, y eran los en- cargados de la custodia y conducción de presos, así como de llevar la corresponden- cia de un pueblo a otro. En años sucesivos fueron desapareciendo, quedando únicamente como auxiliares del Ejército las Milicias Disciplinadas de infantería y caballería, distribuídas por toda la Isla, y cuyos oficiales y soldados gozaban de sueldo, fuero militar, y eran acredi- tados los primeros, en sus empleos, por Reales despachos, teniendo iguales preemi- nencias que el Ejército. En 1868, al ocurrir la insurrección de Lares, y como estuviesen complicados en la intentona el teniente Cebollero y el alférez Ibarra de dichas Milicias, y algunos