taba de detener a muchos de los fugitivos, fletó la goleta Encarnación, que los condujo a todos a St. Thomas; algunos permanecieron allí durante todo el período de guerra y otros, como del Valle y sus familiares, continuaron viaje a Nueva York, donde éste siguió colaborando en The New York Herald con varias informaciones sobre las defensas y tropas de Puerto Rico, noticias que eran leídas con gran interés por el público americano, aunque algunas fueron erróneas o incompletas, según he podido ver después en las colecciones del aludido periódico.
En St. Thomas estaban también por aquellos días Mateo Fajardo, Jaime Cortada, Javier Mariani y el doctor Ros. Contra este último sintió siempre profunda antipatía el general Ricardo Ortega. Recuerdo que el día del bombardeo, y cuando más arreciaba el fuego, me dijo: «No me extraña lo bien que el enemigo parece conocer nuestras defensas; indudablemente, a bordo de esos buques y escondidos dentro de sus torres acorazadas, están Manuel del Valle y Salvador Ros dirigiendo a los artilleros.»
El día 3 de mayo se reunió en la cárcel el consejo de guerra para ver y fallar la causa instruida a William Freeman Halstead por el delito de espionaje cometido dentro de una plaza fuerte en estado de guerra. Yo formé parte de aquel tribunal como el vocal más antiguo del mismo. El acusado estaba completamente tranquilo, sentado en un banquillo, frente a sus jueces, con las piernas cruzadas, y sonreía a ratos, como si le complaciera el acto que se realizaba. Cuando el Fiscal, en nombre del Rey, terminó su alegato pidiendo la pena de muerte para el acusado Halstead, a quien el intérprete oficial traducía el discurso, mostró verdadera alegría; a varios nos pareció que aquel hombre estaba loco o que era un idiota. Después de discutir mucho tiempo y de examinar las alegaciones del defensor, capitán de artillería Aniceto González, le condenamos, por unanimidad, a nueve años de presidio y accesorias, de vigilancia por la policía, durante otro período igual.
Puedo afirmar que si este hombre no fué fusilado en el campo del Morro lo debió a ser subdito de Inglaterra; pero si él está vivo, y tal es mi deseo, no olvide que el día 3 de mayo de 1898, y durante algunas horas, su cabeza valió menos de un dólar.
Preso estaba aún en la cárcel, el día 12 de mayo, cuando un proyectil de la escuadra de Sampson lo despertó bruscamente, produciéndole heridas, aunque de poca importancia. El día 20 fué conducido, a pie y entre bayonetas, al presidio provincial, donde ingresó sujeto a todas las durezas del régimen que allí se observaba. Dentro del uniforme del presidiario vivía siempre el repórter de pura sangre inglesa: pretextando mal estado de salud, obtuvo permiso para que se le enviase su comida del Hotel Inglaterra y dentro del pan sobrante ocultaba algunas veces los originales de sus cables que, a la puerta del hotel, eran recibidos por Andrés Crosas o por L. A. Scott, dueño de la planta de gas fluido, quienes más tarde los enviaban a St. Thomas.