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A. RIVERO
 

por la efectiva protección que podían prestarle desde la rada los cruceros de Samp-

son; desde esta ciudad partían hacia San Juan dos caminos: uno afirmado, que con-

duce por Luquillo, Río Grande y Carolina a Río Piedras, y otro que bordea las pla- yas, paralelo al anterior y bien dispuesto para ser utilizado por una columna flan- queadora del Cuerpo principal.

Si los invasores, siempre al amparo del cañón de sus buques de guerra, llegaban hasta Río Piedras (y esto tendría que ser después de algún combate favorable para ellos), indudablemente establecerían aquí su campo, lanzando avanzadas hasta Mar- tín Peña y sus contornos, lo que haría de San Juan una plaza sitiada por tierra y bloqueada por mar.

Indudablemente, las numerosas fuerzas que el general Macías había concentrado en lugares próximos a San Juan, presentarían batalla al enemigo en algún punto es- cogido de antemano. Eran estas fuerzas de excelente calidad por su espíritu, valor y disciplina; estaban al mando de oficiales prácticos e inteligentes y su armamento consistía en fusiles Máuser, modelo español, de repetición. La batalla hubiese sido muy reñida y tengo razones sobradas en que apoyar esta creencia mía. Si el Ejército invasor, o cuando menos las vanguardias, eran batidas, siempre podrían retirarse al abrigo de su base. Fajardo, sin mayores preocupaciones.

No tenían iguales ventajas las tropas españolas, en el caso de un combate adver- so, después del cual érales imposible buscar refugio en San Juan, bombardeado día y noche por la escuadra enemiga. No les quedaba otro amparo qué acogerse a las montañas, viéndose cortadas de su base, sin poder obtener repuestos de boca y guerra, huérfanas de los principales servicios y sin el apoyo del país, que, de día en en día, demostraba mayores aficiones hacia los norteamericanos.

En cualquiera de estos dos casos, nuevos refuerzos llegarían al general Miles, y, tarde o temprano, por muerte de sus artilleros, inutilidad de las piezas, o por falta de municiones, la captura de San Juan, y después la de toda la Isla, sería inevi- table.

Este primer plan era lógico, bien concebido y planeado; el general Miles, además del formidable auxilio de su escuadra, tendría todas sus fuerzas reunidas, recorriendo un terreno llano, no pantanoso, y abundante en ganado y vegetales, donde no exis- ten desfiladeros ni otras posiciones desde las cuales pudiera cerrársele el paso con ventaja. Todo plan de invasión, por regla general, tiene por objetivo la capitalidad del país invadido. En I797> ^1 invadir la isla de Puerto Rico el ejército inglés avanzó sobre San Juan desde el primer momento, tomando tierra por las playas de Cangre- jos, bajo el fuego protector de sus navios de guerra, y aunque tal ataque se estrelló contra el valor y diligencia de los defensores, justo es declarar que fué bien pensado y conducido. Realmente, el general Miles no tuvo necesidad de ir tan lejos en busca de un puerto de desembarco; mucho más cerca, en la costa del Dorado, pudo reali- zar aquella operación con toda comodidad, avanzando después sobre San Juan y to-