-Figúrese usted que esta mañana entró por esa puerta el general Ortega, y, sin cambiar un saludo, me dijo: «Oiga, señor Guillermety; necesito ahora mismo ese yankee que tiene usted ahí», y señalaba al hombre del bacalao; al noruego con un pescado al hombro que todo el mundo conoce, como el anuncio más común de la Emulsión de Scott, anun- cio que figura en la mayor parte de las farmacias y dro- guerías. Tragué saliva, me acordé del Morro y sus calabozos, y le contesté, aunque sin disimular mi disgusto: «Mi general, ése no es un yankee; es un marinero noruego con un gran ba- calao a cuestas.>> --Bueno-replicó él-; usted dirá lo que guste; pero ése es un yankee y lo necesito para que sirva de blanco a los solda- dos en los ejercicios de tiro; hay que conocer bien a esa gente y urge afinar la puntería.
Y don Fidel, rojo como una cereza, casi llorando de rabia,
no pudo acabar la narración de su lance porque en aquellos momentos el doctor
Francisco R. de Goenaga llegó de improviso diciendo en alta voz:
-Capitán Rivero, dame un pase para entrar en tu castillo.
-¿Qué te ocurre en mi castillo?
—Deseo atenderte y curarte por si, en caso de fuego, tienes la desgracia de ser
herido.
-Gracias, Pancho; pero yo creo que si truena el cañón no serás tú quien suba
las rampas de San Cristóbal en los momentos de combate.
-Dame el pase y veremos.
Arranqué una hoja de mi cartera, extendí y firmé un pase en
toda regla, se lo dí, y después que el doctor lo guardó en su bol-
sillo, alegre y jovial, como siempre, contó a todos los concurrentes
algo curioso que le pasara en Santiago de Galicia con la hija de su
patrona durante su vida estudiantil en aquella Universidad.
Pasaron algunos días, y el 12 de mayo, a la media hora de tro-
nar los cañones de Sampson y cuando San Cristóbal hacía retem-
blar en sus cimientos las casas de San Juan con el isócrono rugir
de sus baterías, atrajo mi atención un galope de caballo, coreado
por desaforados gritos de los soldados de guardia.
Acerquéme al muro de entrada y pude ver, no sin asombro, al doctor Goenaga, vistiendo todos los arreos de médico militar, mientras clavaba las espuelas a un soberbio jaco, rucio moro, que con sus herraduras arrancaba chispas del hormigón. Llegó a la Plaza de Armas, echó pie a tierra, mostrando su pase al cabo de cuarto,