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Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/566

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A. RIVERO
 

Cuatro días después de firmarse el Armisticio, y una mañana de ardiente sol del mes de agosto, nutrido pelotón de soldados de la brigada Schwan invadió la Casa de Peregrinos, y mostrando al párroco sus rosarios y libros de rezos, pedíanle, por señas, que les dijera una misa. Accedió el buen cura, y todos juntos bajaron al templo, qué, por lo inopinado del suceso, se llenó de una multitud de curiosos. La tropa asistió al Santo Sacrificio con gran compostura, y después que el oficiante echara su bendición, se adelantó al presbiterio y pronunció esta plática enderezada a ciertos, feligreses suyos allí presentes:

«Aquí los tenéis, de rodillas y en la casa del Señor; son los mismos que turbaron, no ha muchos días, la paz de nuestros valles con el estampido de sus armas; algunos de vosotros tal vez pensasteis que estos soldados serían azotes de la Religión y cuchillo del padre Antonio, pues .... ¡esto para vosotros!»

Y apoyando en la barba el pulgar de su mano derecha, hizo girar rápidamente, varias veces, los dedos restantes.

Se acusó al padre Antonio, por aquellos días, de ser un antiamericano furibundo; no fué así. Al hablar de la guerra y como buen gallego español que nunca renegó de su sangre ni de su bandera, lloró las desdichas de su Patria, rememorando los pasados tiempos; eso fué todo.

El día 12 de marzo de 1921, Rafael Colorado y el que esto escribe, muy de mañana, subieron a la casona, enfrentándose allí con el padre Antonio; ambos vestíamos de kaki, con polainas militares, y él al vernos y tomándonos, tal vez, por oficiales americanos, se adelantó y muy cortés pronunció estas palabras en el más puro inglés de que es capaz un gallego de Mondoñedo:

Good morning, gentlemen; please sit down.[1]

Y al mismo tiempo nos señalaba dos viejos sillones conventuales con sus asientos de cuero claveteados de doradas tachuelas.

Habían transcurrido veintitrés años desde el combate de Hormigueros.

VI
EL GENERAL ORTEGA, EL FARMACÉUTICO GUILLERMETY Y EL DOCTOR GOENAGA
PROMESA CUMPLIDA

Una mañana, allá por las primeras del mes de mayo de 1898, estaba yo en la llamada Botica Grande platicando amigablemente con su dueño, el inolvidable patricio D. Fidel Guillermety. El viejo y buen amigo, grandemente excitado, me contaba algo muy grave que le había sucedido.

  1. Buenos días, caballeros; tengan la bondad de sentarse.