Todos permanecimos en silencio, menos el general Ortega, que a media noz murmuraba:
—Esa— apuntando a la luz—o es Crosas o Mr. Scott, el del Gas.
Y con el puño cerrado amenazaba al cielo y a la tierra, mientras el anteojo fué cuidadosamente apuntando a la casa del crimen, para fijar su posición cuando llegase el día.
Balmes regresó contrariado y sudoroso.
—¿Qué hay?— le interpeló el general.
—Pues casi nada; mejor dicho, como haber, hay un farol colgado de un andamio en cierta casa que está en reparaciones; a ese farol le falta un cristal que ha sido substituido por un papel obscuro; el viento manipula, y así, cuando vemos el vidrio es raya y cuando el papel opaco, punto.
—A-H-K-J.....— deletreaba el sargento que, abstraído, no se había fijado en la llegada del ciclista.
Todos reíamos del lance, todos menos el general Ortega, que, acariciando siempre el sable prusiano, murmuraba con voz sorda:
—Será un farol; pero ese Crosas...
Aquella noche el bravo mariscal la pasó serio y poco comunicativo; pero al siguiente día, al toque de diana y después de la descubierta me interpeló:
— Supongo que usted no se habrá tragado lo del farolito.
—¡Cómo! ¿Usted cree.....?
—Yo no creo nada; pero le advierto que algún día me daré el gustazo de fusilar un farolito.
Y no dijo más, en toda la mañana, el bonazo de don Ricardo Ortega.
Casi negro, esbelto, limpio y alegre, Martín Cepeda, obrero bocafragua de los talleres de fundición de los Sres. Abarca, se presentó una mañana en San Cristóbal.
—¿Qué ocurre, Martín?
—Aquí vengo, mi capitán, para que me apunte en la brigada de auxiliares de artillería.
—Piensa, Martín, que el asunto es serio; si el enemigo nos ataca por mar o tierra, habrá que pelear duro y entre grandes peligros.
—Bueno; pues apúnteme.
Y así Martín Cepeda, muchacho de veintidós años, buen herrero, parrandista de