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A. RIVERO
 

en Fort-de-France (Martinica), noticiándome que la escuadra española estaba a la vis- ta de dicho puerto; este telegrama se lo notifiqué al general Vallarino. Tuvo usted noticias de dos telegramas que el ministro de Marina, Sr. Berme- jo, el primero con fecha 12 de mayo, y el segundo con fecha 15 del mismo mes, dirigiera al general Vallarino para que con toda urgencia les hiciera llegar a manos del almirante Cervera, aquel día frente a Martinica, y los dos subsiguientes navegan- do desde dicha isla a la de Curaçao? -En absoluto; no tuve la menor noticia de esos telegramas. Si ellos hubieran sido enviados a mí los hubiera hecho llegar a manos del almirante Cervera; el cable que desde Puerto Rico amarra en Saint Thomas y desde allí a Martinica y Curaçao -aunque en poder de ingleses, parciales a los americanos-siempre estuvo expe- dito. Además, en Ponce había fondeado un carbonero y algún otro vapor que pudo ser despachado con orden telegráfica para que, haciendo rumbo hacia el Sur, llevase el telegrama y carbón al almirante Cervera. Ponce nunca estuvo bloqueado y re- cuerdo que de este puerto, y en un vapor que se dirigía a Génova, embarcó mi fa- milia sin inconveniente alguno. En tales condiciones creo que si el almirante Cer- vera hubiera recibido la orden a que usted se refiere, autorizándole para regresar a España, y con esa orden algún carbón para llegar a Cabo Verde, no cabe duda que se hubiese evitado el gran desastre de Santiago de Cuba. Sobre este asunto solamente recibí un telegrama del general Blanco, expedido desde la Habana, rogándome uniese mi protesta a la suya para evitar que la escuadra española regresase a las costas de España sin haber recalado antes en alguna de las Antillas; ignorando los telegramas del almirante Bermejo y por complacer al gene- ral Blanco, telegrafié al Ministro de la Guerra en la forma que se me pedía. -La salida del Terror en pleno día, para presentar combate a un buque que, aunque auxiliar, montaba numerosa artillería de tiro rápido y gran alcance, fué una locura que jamás apadriné; el general Vallarino, sin consultarme, ordenó la salida del destroyer. En cuanto a su comandante, La Rocha, mereció y me merece aún el más alto concepto por su valor y por su obediencia ciega a las órdenes recibidas, a pesar de que no existían probabilidades de éxito. --¿En alguna ocasión estuvo usted en comunicación telegráfica o por escrito con el generalísimo de las tropas invasoras? --Muchas veces; al desembarcar en Ponce dicho generalísimo me envió un tele- grama, utilizando el cable que amarra en Ponce, con un cortés saludo y la seguridad de que en su campaña se ajustaría a todas las reglas conocidas por los Ejércitos mo- dernos y por tropas cristianas. Contesté en igual forma, y tan pronto como se reci- bió la noticia de haberse firmado el Protocolo, reanudamos nuestras relaciones por telégrafo y por mensajeros, relaciones que dentro de la natural circunspección fue- ron en extremo corteses. Cuando me embarqué en San Juan para España, dos días antes de la entrega de la plaza, los castillos hicieron las salvas reglamentarias, y tam- bién un crucero americano anclado en la bahía. --¿Recibió usted, antes o durante la guerra, alguna orden o sugestión del Go- bierno de la Nación para llevar a cabo una campaña débil, evitando toda efusión de sangre? -En ningún tiempo recibí esas órdenes ni sugestiones; por el contrario, y hasta días antes de firmarse el Protocolo, el Ministro de la Guerra, general Correa, me instaba a que desarrollase contra el invasor cuantos medios ofensivos tuviese a mi alcance, porque -según él creía - «todo esto nos llevaría a obtener condiciones más favorables en la terminación de la guerra»>. -Mi general, ¿desea usted hacer, a través de mi libro, alguna otra manifes- tación?