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CRÓNICAS
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diana, Iowa y Oregon, y en pocos minutos quedó fuera de combate. Su coman- dante Lazaga, maniobrando hábilmente, pasó cerca del Teresa, perseguido por los: enemigos, como jauría frenética persigue su presa; poco después las llamas se apo- deraban de las torres y sin cañones útiles, sin sirvientes y con el casco hecho una criba, y viendo cercana su captura, puso proa a la costa y embarrancó una milla más allá del Teresa. El valiente y noble Lazaga, en el último momento, y cuando ya había embarrancado su buque, súbitamente cayó muerto víctima de un colapso. Su cadáver fué piadosamente cubierto con la bandera de la Patria. Los destroyers, casi en la misma boca del puerto, fueron hundidos por el fuego enemigo, y principalmente por los del Glouscester, capitán Wainwright. El Furor y el Plutón pudren sus cascos, frente al puerto, y en el fondo del mar. Los que dieron la orden para que saliese la escuadra a todo trance, podían dor- mir tranquilos; su orden había sido cumplimentada. Es verdad que por tal orden, y por no desobedecerla, murieron 223 hombres, 151 más resultaron heridos; es decir, el 25 por 100 del total de las dotaciones, y el resto, con su almirante, eran recibidos a bordo de los buques enemigos, con los más grandes honores y frases congratula- torias que registra la historia de los combates navales. El comportamiento de los vencedores, no me cansaré de repetirlo, fué superior a toda ponderación; el almirante, en su parte oficial escribió: «Réstame decir a Vuecen- cia para ampliar los rasgos característicos de esta lúgubre jornada, que nuestro ene- migo se ha conducido y conduce actualmente con nosotros con una hidalguía y de- licadeza que no cabe más; no sólo nos han vestido como pudieron, desprendiéndose de efectos, no sólo del Estado, sino también de propiedad particular; además han suprimido la mayor parte de los hurras por respeto a nuestra amargura; hemos sido y somos objeto de entusiastas manifestaciones por nuestra acción, y todos, a porfía, se han esmerado en hacer nuestro cautiverio lo más llevadero posible. >> Mi padre, yo y el grupo del Teresa fuimos conducidos a bordo del Gloucester, primero, y luego al Iowa ¹. Evans, su comandante, pronunció estas palabras al es- trechar la mano de mi padre: 1 Dice el capitán Evans, comandante del Iowa, en un libro suyo publicado poco después de la guerra, y en su página 360, lo que sigue: «En cada bote había 3 ó 4 pulgadas de sangre, y en muchos de los viajes lle- garon algunos cadáveres sumergidos en aquel rojizo y espeluznante líquido. Estos bravos luchadores, muer- tos por su amada Patria, fueron después sepultados con honores militares rendidos por la tripulación del Iowa. Tales ejemplos de heroísmo, o por mejor decir, de fanatismo por la disciplina militar, jamás habían sido llevados al terreno de la práctica tal y como acababan de realizarlo los marinos españoles; uno de éstos, con el brazo izquierdo completamente arrancado de su sitio, y el brazo descarnado sujeto solamente por peque- ños trozos de piel, subió la escala de mi buque con estoica serenidad, y al pisar la cubierta se cuadró, salu- dando militarmente. Todos nos sentimos conmovidos en el más alto grado; otro llegó sumergido en una charca de sangre, con solo la pierna derecha; fué atado con un cabo en el bote, y cuando se le izó a bordo no pro- firió ni una queja. Para terminar la faena, llegó el último bote conduciendo al comandante del Vizcaya, Sr. Eulate, para quien se trajo una silla, porque estaba malherido. Todos sus oficiales y marineros, al verle llegar, se apresu- raron a darle la bienvenida tan pronto se desenganchó la silla del aparejo. Eulate, poco a poco, se incorpo- ró, y saludándome con grave dignidad, desprendió su espada del cinto, llevó su guarnición a la altura de los labios, la besó reverentemente, y con ojos llenos de lágrimas me la entregó. Tan hermoso acto jamás se bo- rrará de mi memoria; apreté la mano de aquel valiente español, y no acepté su espada. Entonces, un sonoro y prolongado hurra salió de toda la tripulación del Iowa. En seguida, varios de mis oficiales tomaron en la silla de manos al capitán Eulate, con objeto de conducirle a un camarote dispuesto para él, donde el médico reconociese sus heridas. En el momento en que los ofi- ciales se disponían a bajarle, una formidable explosión, que hizo vibrar las capas de aire a varias millas ende- rredor, anunció el fin del Vizcaya. Eulate volvió el rostro, y extendiendo los brazos hacia la playa, exclamó: «¡Adiós, Vizcaya!; jadiós, ya...» y los sollozos ahogaron sus palabras. Como viera yo que las tripulaciones de los dos primeros buques echados a pique no habían sido visitadas aún por los nuestros, puse hacia ellos la proa del Iowa. A poco andar encontré al Gloucester que regresaba, 38