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A. RIVERO
 

No cabe dudar que el cebo que inflamó la mina de las grandes diferencias que alcanzaron (merced a los esfuerzos de la Prensa de ambos países) los linderos del odio más virulento, acumulado entre España y los Estados Unidos, fué el desgra- ciado accidente del Maine. La ignorancia, la mala fe, o tal vez causas ocultas que en ocasiones nublan la mente de los hombres, llevaron al board presidido por el capitán W. T. Sampson a opinar que el Maine «voló por la explosión de una mina colocada debajo de su casco», y aunque dicho board se abstuvo prudentemente de asignar ni a España ni a su Gobierno la terrible responsabilidad que aparejaba acto tan odioso y desleal, el pueblo americano tomó la catástrofe como bandera de guerra, y el grito repetido por millones de bocas de Remember the Maine-recordad el Maine-repercutió por todos los ámbitos de la Unión Americana, desde las costas del Atlántico hasta los confines del Pacífico. Y el pueblo americano que simpatizaba profundamente con la causa de la independencia cubana, por convicción generosa que arraigaron las ardientes pré- dicas de Martí, de Estrada Palma y de cien cubanos más que constantemente habla- ban a los norteamericanos de sus sufrimientos y de los horrores de aquella guerra de devastación que culminó durante el mando del general Weyler, obligó, contra su voluntad, al presidente Mac-Kinley a dirigir un mensaje al Congreso, como resultado del cual se adoptó, por aquel cuerpo legislador, su famosa Resolución Conjunta, base del ultimátum que no llegó a recibir el señor Sagasta, porque se anticipó media hora, declarando rotas las relaciones diplomáticas entre ambas naciones y poniendo los pasaportes en manos del Ministro americano. Ni el presidente Mac-Kinley en su Mensaje, ni el Congreso americano en su Resolución Conjunta, afirmaron nunca que España fuera la causante o instigadora de la voladura del Maine. Pero como una gran parte del pueblo español alentó y alienta aún la errónea creencia de que el Gobierno americano arrojó sobre el Gobierno español la afrenta de suponerlo autor de aquel desastre, no está de más que pongamos en esta CRÓNICA las cosas en su lugar. No cabe pedir reivindicaciones de ofensas no inferidas, limitando la petición en una medida justa y conveniente. Lo que se pidió por el Gobierno español, en tres ocasiones, aunque sin éxito, y lo que se debe pedir cada día, cada mes y cada año que transcurra, es que el Gobierno americano ordene una revisión oficial de aquel veredicto, maliciosamente erróneo, suscrito por el fenecido almirante W. T. Sampson; tarea no difícil hoy, cuando después de ventitrés años el mejor conocimiento de los hechos y la extinción de los odios que acompaña a todo conflicto armado, coloca al Gobierno americano en condiciones de realizar este acto de justicia, que si resultara favorable a España, no honrará menos al pueblo de los Estados Unidos. A esa revisión, que anule y arranque de los archivos el informe de aquel board, ha tendido y tiende mi labor; esa idea ha sido la estrella polar que durante veinte años guió mis pasos por archivos, bibliotecas y centros oficiales; yo he consagrado los últimos años de mi vida a conseguir esa reivindicación, porque así me lo piden voces internas, en clamor constante, y también para pagar a España una parte de los favores por mí recibidos, cuando me otorgó por dos veces el honor de cubrir mi cuerpo con el uniforme de sus Ejércitos. Y de igual manera que la noble Francia rectificó un tremendo error, y abriendo al capitán Dreyfus las puertas de su prisión en la isla del Diablo lo retornó a la patria y al hogar, permitiéndole vestir de nuevo aquel mismo uniforme y aquellas mismas divisas que le arrancaron, en horrible afrenta, en pública degradación, así el Gobierno de los Estados Unidos se honrará a sí propio, honrando las siempre rectas intenciones del pueblo y del Gobierno español. No ha de faltarme en Wáshington, donde cuento con nobles amigos, algún sena-