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A. RIVERO
 

Mis artilleros, unos 200 hombres, se portaron con gran valor y serenidad, sirviendo las piezas con tanta precisión como si se tratase de un ejercicio de escuela práctica. Después supe que en casi todas las demás baterías ocurrió lo mismo.

Tenía bajo mi mando cuátro baterías, dos dentro del castillo y dos fuera, con el suficiente número de oficiales y sargentos. Recuerdo, entre los primeros, al teniente Andrés Valdivia, cubano, quien demostró entonces tener gran corazón y un dominio absoluto de sus nervios; otro teniente, llamado Enrique Botella, el cual no tenía puesto en las baterías, me ofreció sus servicios, y dándole los gemelos de campaña (regalo del ilustre abogado Antonio Álvarez Nava), le hice subir al parapeto más elevado,

Cañon con el cual hizo el autor de este libro el primer disparo de la guerra,
en Puerto Rico.

y desde allí, cada vez que mis cañones lanzaban un proyectil, avisaba: ¡corto!...,¡largo!..., ¡bueno!...

La primera sangre.—Cuando ya habíamos disparado ocho o diez cañonazos y a jefes y oficiales se nos había quitado cierta molestia que en estos casos se suele sentir en la garganta, vi correr la primera sangre. Se apuntaba un obús de 24 centímetros, servido por seis hombres, tres a la derecha y tres a la izquierda; detrás, el teniente Valdivia. Un artillero, subido en el estribo, forcejeaba para cerrar el tornillo de culata, cuando una granada enemiga de seis pulgadas entró a ras de la cresta del parapeto, rozó toda la pieza de boca a culata, cepillando un surco en el metal, arrancando el block de cierre; éste y el proyectil fueron a dar fuera, contra el muro del fondo. El artillero abrió los brazos y cayó al suelo con el cráneo destrozado; el proyectil, al chocar contra el muro, estalló y algunos cascos hirieron a los otros cinco hombres. Mi obús y toda su dotación, excepto el oficial, quedaron fuera de combate.