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Arturo Trailles — 123

piadosos, con las flores empapadas en llanto.

Había pisado el mundo con una idea tan hermosa del sentimiento, que lo quería sin un solo resquicio hipócrita, vibrante como un vaso de cristal que con la más leve rasgadura pierde la pureza del timbre.

Y hoy porque se hubiese embotado su sensibilidad en su propia amargura, ó porque el egoismo de la vida le contaminara, asistía con cultura, pero sin respeto, al drama consabido.

Y hasta sentía vergüenza de haber, con cara compungida, preguntado más de una vez á un amigo:

— ¿Cómo ha sido ésto?

Y mientras el relato llovía triste, y él lo escuchaba con atención dolorosa, su pensamiento andaba muy lejos, bañado por un sol alegre.

Le sacó de su monólogo una vieja que llevaba una corona. La conducía en alto, como una bandera de victoria.

— ¡Cómo le incomodaban estas cosas! —exclamó, suspirando, probablemente con la amargura de tener que contrariar al muerto.

Las niñas se avalanzaron sobre la tarjeta; y sonó un nombre.

— Qué linda, che!

— Compárala con la de aquel que te dije.