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122 — Arturo Trailles

Arturo no tenía que mirar para saber quién manejaba la tetera. Es esta una amable institucción que conforta los estómagos que padecen por los dolores del alma. Y allí estaba ella, la única de afuera que entraba al cuarto de los doloridos y cumpliendo con ese número del programa, fuente de íntima y suave voluptuosidad, con su discreción impecable, con su sonrisa triste.

— A Vd.... con leche... más azúcar... diga hasta cuándo.

Cualquiera de esos detalles salía de su boca como un soplo tierno, con una sensación difícil de explicar, pero que la llevaba á ser cariñosa con los que eran de su gremio, es decir, con los que aun vivían y podían contestarle:

— Así claro.... basta.... un terrón más.

— Ah! —pensó Arturo: — cuesta acostumbrarse á que los muertos bajen al sepulcro, como pasajeros de tren entre la indiferencia de los que siguen. Recordó la impresión de respeto que le producía en otro tiempo el aparato de la muerte, y cómo en la sobreexcitación morbosa de la media noche, cuando el espíritu se hace leve, sutil, penetrante, conversaba con los cadáveres sin pensamiento, reviviéndolos con el suyo. Después, en otros casos había sentido el dolor que desgarra fibras enterradas en los cajones, con los escapularios