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128 — Arturo Trailles

Un hombre, trajeado por raido levitón negro, entró con una estufa. Apartó las coronas, con la familiaridad del que tiene sus derechos, y empezó á soldar los plomos. No había allí quien presenciase aquello conmovido.

— ¡Los hijos! — murmuró el poeta. Aquel muerto no dejaba esa carne de su carne, en que florecen las ternuras de un alma que se ha ido. Él no los tenía tampoco. La escena, en su caso, iba á revestir la misma desnudez de sentimiento.

Y con pesar dilacerante, pensó en esos otros hijos intelectuales que él no podía crear: los predilectos de mujeres que aun no han nacido; los amados de artistas venideros que los ilustran con mimo; los que siguen soñando mientras se duerme sin sueños; los evocadores perennes de una silueta desvanecida.

Dejó su asiento y se apoyó en el marco de la ventana. La brisa del jardín, con jazmines nuevos, bañó su frente, y una vaga relación de ese perfume con el de las coronas marchitas, le hizo volver el rostro.

El soldador, como quien pone la firma á un cuadro, quemaba satisfecho, por última vez el plomo. Varias mujeres penetraban con un clérigo, luego se hincaban á los pies del Crucifijo.