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EL VIEJO GENERAL


¡Y no era para menos! Qué Wagner, ni qué musiquitas. La música patriótica, ésa, como decía el viejo general. ¡Qué! ¿las banderas de cien naciones, desplegadas, nada decían al paseante de las calles? Y los que contemplaban los edificios orgullosos con tanta tela: ¿nada sentían al sentir los nativos vientos juguetear en sus pliegues que crugían, extender sus colores que brillaban?

Era uno de los días de mal humor de Buenos Aires. El sol se velaba á través de una nube, con tristeza, y de pronto volvía á salir radiante. Los árboles de las plazas cobraban más verdor; chispeaban las pizarras de los techos, las piedras de las calles, los faroles lucían solcitos que irradiaban contentos, y las ráfagas azotaban más suavemente los toldos protectores de las tiendas. —Se compone— decía el general, mirando el cielo por los cristales; y nueva nube extendía la luz gris enfriando más el aire al apagar los rientes fulgores.

Y así corrían las horas, cuando, de repente, estremecidos por atambores, temblaron los cristales con vibración estrepitosa. Nina dejó el piano y acudió á la ventana. Una ráfaga fría sacudió las colgaduras y fué á levantar los cuatro pelos de nieve que coronaban la calva del viejo general. Calóse este su elástico, y con ayuda del bastón asomóse