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Recuerdos de un pintor — 31

meditativo. Imposible que el alba las alumbrase nunca; las horas habían muerto para siempre; la vida se paraba en un crepúsculo, y eterno, inmóvil, se cristalizaba en un pedazo de lienzo.

El ciego aspiraba el perfume de las rosas, y el rostro se le llenaba de una luz fugitiva.... ¿Significaba esa luz un recuerdo, una visión, una esperanza? ¡No sé! pero el rostro ponía triste hasta la angustia.

El perro por otra parte, incomodado en la tardanza, tiraba de la cuerda al amo, con su cola alta, movediza, feliz y satisfecho.

La gente se arremolinaba en torno del cuadro. En las fisonomías pensativas, en la vaga expresión de algunos ojos que se iban del primer término á las dilatadas lejanías, se adivinaba la sensación dominante.

— ¡La hora del triunfo! murmuró á mi lado un amigo, y lanzó mi modesto nombre á las olas de la gente. Aparté los ojos para ver mi otro cuadro que nadie veía.

Un viejo leñador aserraba un tronco. Le ayudaba un niño, y el viejo parecía si no en su mano, cobrar en sus ojos la antigua fuerza. Yo había puesto en las figuras, fibras de hondo amor, luces de tiernas memorias. El viejo era don Pedro y el nieto mi hijo.

Evoqué al instante el rostro de una anciana.