molestaba sin que supieran por qué. Y entonces Pedro notó que la chica, si bien continuaba siendo tonta, no era fea ya como cuatro meses antes. Esto le puso, francamente, de mal humor. ¿Por qué? Tal vez porque ahora tendría que reconocer en ella cierta superioridad. Pedro era demasiado altivo para sufrirla de buen grado. Como se sentía inquieto por aquella circunstancia fué impertinente:
—Estás más gorda, Juanita, la dijo; y ya no tienes los ojos lagañosos, como antes.
Ella se limitó a sonreir, porque lo sabía, y además para que se le viera bien la boca que estaba muy roja, y los dientes muy lindos y muy blancos.
Pedro notó perfectamente aquel ingenuo despliegue de atractivos, y su molestia subió de punto.
—Y veo que juntas flores, añadió por decir algo, indicando una margarita que llevaba en el corpiño.
—Sí, como tú, respondió Juanita.
Pedro refunfuñó:
—Es que ahora ya no junto más flores.
La niña volvió a sonreir.
—Mira, "también" le he puesto a mi cordero una cinta colorada en el cuello, y un cascabel.
—"¿También?" reflexionó Pedro: ¿a caso él había tenido nunca corderos con cintas y cascabeles? La pobrecita empezaba ya a disparatar como de costumbre. Y el muchacho cortó bruscamente aquel diálogo:
—Adios, Juanita; me voy para el arroyo.
—Adios, Pedro.
La había llamado Juanita al despedirse, y antes, cuando era más chica la decía Juana a secas. Y habría imbécil como él!... ¡Pues no le había dicho que se iba al arroyo, cuando su despedida no era más que un pretexto para ocultarse! Bueno, con no ir estaba todo arreglado. Sin embargo fué.
Y pasaron de esto muchos días, y los muchachos seguían encontrándose, y no obstante su afirmación de la primera vez Pedro juntaba flores con Juanita, y la contaba todos los cuentos que había inventado en la soledad de las deprimentes siestas, y se lavaba la cara todos los días, y se encontraba lleno de un valor sobrenatural para saltar los precipicio y escudriñar las cuevas de la montaña. Como era buen filósofo, se había dado cuenta de que todo cuanto expe-