Todo esto ocurría en remoto pasado.
Pendones amarillos, gloriosos, dorados,
en su cúspide veíanse flamear.
Y el céfiro gentil,
que en aquel tiempo feliz jugueteaba
de la mansión en redor,
por las almenas soberbias y blancas
como alado perfume escapó.
Peregrinos transeúntes de aquel feliz valle,
a través de ventanas translúcidas,
veían sombras de espíritus
agitándose armónicamente
y a compás de templado laúd,
al rededor de un magnífico trono
donde brillaba el monarca,
nacido en la púrpura y digno de tal esplendor.
Cubierta de rubíes y perlas
la puerta del palacio estaba;
y por ella cruzaba flotando,
flotando centelleante,
una multitud de Ecos
cuyo deber grato y único
era entonar con voz de sin par melodía
de su rey el talento y cordura.
Pero el Mal, de tristezas vestido,
asaltó del monarca el estado.
¡Ah! ¡Lloremos, que jamás lucirá nuevo día
para él, desolado!
Y del castillo la aureola de gloria,
una vez floreciente y purpúrea,
sólo es ya de antiguas edades, la historia
perdida, enterrada.
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La Ruina de la Casa de Úsher