Los viajeros que hoy cruzan el valle
ven reflejarse en las rojas ventanas
grandes sombras en danza fantástica
girando a discorde son.
Y por la lívida puerta,
al igual que un torrente espantoso,
para siempre una turba monstruosa
precipítase y ríe: ¡la sonrisa olvidó!
Recuerdo muy bien que la inspiración de esta balada nos llevó a cierto orden de ideas acerca de las cuales expresó Úsher una opinión que menciono aquí, no en razón de su novedad pues otros hombres pensaron ya del mismo modo[1], sino por la tenacidad con que él la sostenía. Esta opinión, en tesis general, se refería a la sensibilidad de las plantas; pero en la desordenada fantasía de mi amigo asumía carácter más atrevido y traspasaba,en determinadas condiciones, las leyes del reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar la magnitud, el ardiente abandono de su convicción. Dicha creencia, sin embargo, se relacionaba (como aludí anteriormente) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de sensibilidad se habían tenido en cuenta, imaginaba él, en el arreglo de tales piedras, en el orden de su colocación, así como en la disposición de los hongos que las cubrían y de los marchitos árboles que se conservaban en los alrededores; y, sobre todo, en el largo tiempo que este arreglo se había respetado y en su reflexión en las quietas aguas del estanque. La prueba de la sensibilidad de aque-
- ↑ Watson, el doctor Pércival, Spallanzani y especialmente el obispo de Liándaff.